jueves, 20 de enero de 2011

Vivir y morir

 Entre unos que se empeñan en que nazcamos y otros que insisten en que no nos muramos no se cómo no nos hemos caído todavía al mar, de tan superpoblado que debería estar el planeta.
 Se empeña la jerarquía católica, con el Papa Ratzinger a la cabeza y todos los cardenales, arzobispos y obispos secundándole, en que la educación sexual atenta contra la libertad religiosa. Uno se pregunta qué tendrá que ver que a los infantes les enseñen en la escuela hábitos sexuales saludables con que cada cual pueda profesar la religión que le venga en gana, que es en lo que consiste la libertad religiosa. Así que una de dos: o la jerarquía católica tiene un tremendo lío en la cabeza y confunde el profesar el catolicismo con la libertad religiosa, de tal manera que todos somos libres de ser católicos, pero no budistas o ateos, por ejemplo, con lo cual la susodicha libertad religiosa tendría muy poco de libre, o bien saben perfectamente lo que están diciendo. Si este es el caso sólo se me ocurren dos posibles soluciones a la memez papal. Una es que educar sexualmente a los niños supondría que éstos no caerían tan fácilmente víctimas de la lascivia de los sacerdotes. La segunda es que cuanto más sexualmente educada esté la población más responsablemente engendrará hijos, y más se utilizarán los medios adecuados para no engendrarlos cuando no se desean. A menos hijos, menos ovejas para el rebaño, así que resulta evidente que todos esos niños que no nazcan porque sus potenciales mamás y papás han tomado las medidas oportunas para evitarlo no podrán ser católicos, que como hemos visto es lo que entiende el clero por “libertad religiosa”. Ergo la jerarquía católica está empeñada en que nazcamos, porque es lo que conviene a sus intereses terrenales.
 Por otro lado, los estados insisten en que no nos muramos, de ahí su ahínco en que estemos sanos y robustos queramos o no queramos. Existe, de todas formas, una contradicción entre el afán del estado por mantenernos en forma y sus lamentos acerca de que el vivir más agota el sistema de pensiones y agudiza la crisis económica. De tal forma que la única solución a la longevidad impulsada por los estamentos de poder es que se trabaje más años. Lo lógico sería que si el aumento de la esperanza de vida supone un problema económico no se aprobaran leyes que tienen como objetivo alargar esa esperanza de vida. No se si se dan cuenta de por dónde van los tiros. Al estado –o, lo que es lo mismo, a los poderes económicos- le importa un rábano nuestra salud. Su único interés es que vivamos más y más sanos para poder trabajar más, para que seamos más “productivos”, para obtener un mayor beneficio de cada una de las piezas de la máquina que sustentan el sistema. Si hay algo que de verdad desequilibraría la economía es que todos nos muriéramos a los cuarenta años, aunque ahí está la Iglesia Católica para animar a fabricar piezas de repuesto. Ergo el estado insiste en que no nos muramos porque conviene a los intereses económicos. Y así andamos entre la Iglesia Católica y el poder monetario, empeñados unos en que nazcamos y otros en que no nos muramos.
 Yo, como cualquiera, no elegí nacer. Tampoco me lamento por ello. Eso sí, si hubiera sabido en su momento –cuando no era más que una razón seminal en la mente divina- que nacer iba suponer tirarme toda mi vida trabajando, para acabar muriéndome a los ciento veinte años, un añito después de jubilarme, a lo mejor me lo hubiera pensado dos veces. Ante esta perspectiva, la verdad, es que podían haberme preguntado.

jueves, 13 de enero de 2011

Estados de Alarma

 Por si alguien no lo recuerda, o no lo sabe, o se le ha olvidado, o no se ha dado cuenta, o le han sorbido tanto el seso que ni siquiera lo tomó en consideración en su momento, aún seguimos en Estado de Alarma, estado que se levantará, Dios mediante y si Don José Blanco lo quiere, el próximo día 15 de enero. Es decir, que si ya existían dudas acerca de la legalidad de decretar dicha alarma cuando se hizo, ahora estamos sumidos en un estado de alarma preventivo, en un “por si acaso”, que es ilegal, inconstitucional e irracional –bueno, quizás esto no- a todas luces.
 Por si alguien tampoco lo sabe, o no lo recuerda, o se le ha olvidado, el Gobierno decidió a finales del año pasado privatizar la gestión aeroportuaria. No quiero ser yo pájaro de mal agüero y traer a colación el hecho de que cuando el gobierno de Margareth Thatcher decidió privatizar la red de ferrocarriles del Reino Unido, aparte de que dejaron de llegar a su hora –la expresión “puntualidad británica” procedía precisamente de sus trenes- se produjeron una serie de accidentes ferroviarios que provocaron unas cuantas decenas de víctimas. Tengo la mala costumbre de pensar que cuando un miembro de un gobierno dice algo lo que tiene en la cabeza es precisamente lo contrario, así que cuando el Ministro de Fomento afirma que la privatización del control aéreo en España tiene como objetivo, entre otras cosas, quitar poder a los controladores, yo creo que de lo que se trata en realidad es de que hay que quitar poder a los controladores para poder privatizar el servicio sin oposición. Y de ahí viene su persecución, su demonización y la declaración de este y de todos los estados de alarma que puedan venir. Así que ya sabemos que cada vez que el Gobierno quiera privatizar un servicio público lo primero que va a hacer es anatematizar a sus servidores, para que éstos no den problemas y, en caso de darlos, la población los linche socialmente –esperemos que, al menos aún, no físicamente- y así, indirectamente, apruebe esa privatización.
 Es así que lo que está haciendo el Gobierno, con el señor Pepiño Blanco a la cabeza, es algo que conocen muy bien los que fueron víctimas de Mao, de Stalin o de Hitler: inventarse una clase social nueva y lanzar contra ella a las masas, en nombre precisamente de la lucha de clases. Insisto, eso es lo que hizo Stalin con los campesinos ucranianos, Mao con los intelectuales o Hitler con los judíos. Y es lo que ha hecho el gobierno del PSOE con los controladores aéreos y, anteriormente, con los funcionarios públicos: se puede bajar el sueldo a éstos y acusarles de ser los responsables últimos de la crisis económica una vez que se ha convencido a la población de que son sus enemigos de clase, y por lo tanto se está seguro de que ésta va a apoyar sin fisuras estas medidas.
 Claro está, para conseguir este objetivo es necesario previamente haber tergiversado el sentido de “clase social”, de tal forma que la ciudadanía no sepa lo que significa. Porque resulta que una clase social no es precisamente “social”, sino económica. Es decir, las clases sociales se distribuyen según el sistema económico. Y en un sistema capitalista sólo existen dos: la de aquellos que poseen la propiedad de los medios de producción –empresarios y banqueros- y la de aquellos que sólo poseen su fuerza de trabajo a cambio de un salario (independientemente de la cuantía de éste) que son los trabajadores. Esto se denomina “socialismo” y tiene sus fundamentos en el pensamiento de un señor que se llamaba Karl Marx. Pero claro, no es por casualidad que hace mucho tiempo ya que el PSOE –y toda la socialdemocracia- renegara de las ideas marxistas

lunes, 10 de enero de 2011

Como humo se va

 Como humo se van las pocas esperanzas de vivir en una sociedad mínimamente tolerante y liberal que aún nos quedaban. Como ese humo que, por obra y gracia –sobre todo gracia- de aquellos que velan por nuestra salud y nuestro bienestar, ha sido proscrito junto con sus inocentes expelentes. El fondo de la nueva ley antitabaco va más allá de la propia ley antitabaco en sí y entra de lleno en el de la represión totalitaria. Es el caso del dueño de un negocio que no puede llevar ese negocio como a él le parezca más conveniente o el de ciudadanos animados –y armados- a denunciar a todo aquél que incumpla la norma. Da igual que aparezcan informes que demuestran cómo la contaminación atmosférica es la causante del aumento espectacular de accidentes basculares o que las estadísticas afirmen que en una gran ciudad como Madrid, en el último año, uno de cada cinco días se haya superado el número de partículas en suspensión recomendado por la OMS. Es el humo del tabaco el causante de todos los males, incluidos, pronto nos lo dirán, el agujero de la capa de ozono y el cambio climático. Así que qué mejor solución que prohibir fumar en la calle, en la puerta de un colegio o un hospital, aunque ese colegio o ese hospital esté situado en medio de una arteria urbana por donde pasan diariamente doscientos autobuses y miles de automóviles, o sus alumnos y sus pacientes estén rodeados de sustancias cancerígenas, desde las baterías de los móviles o el PVC de las tuberías hasta el polvo de la tiza.
 No voy a entrar a discutir –porque ya resulta aburrido- el discurso de los no fumadores, que es monocorde y maniqueo como cualquier discurso prohibicionista y fundamentalista. No voy a entrar a debatir que los derechos no se inventan y que el derecho de un señor a no respirar humo en un bar –derecho protegido, por cierto, desde el momento en que existen locales en los que sus dueños han decidido libremente prohibir fumar- es en todo caso equivalente al mío a no aspirar las pestilencias corporales del señor o la señora que se pone a mi lado en el Metro. Y nadie, supongo, estaría de acuerdo con una ley que obligara a los ciudadanos a ducharse dos veces al día o a tomar medicamentos contra las flatulencias. No voy a debatir nada de esto porque el campo de lo políticamente correcto es demasiado estrecho, demasiado cerrado como para que en él puedan penetrar la razón y el sentido común. Tan sólo espero que alguien no decida un día que el olor a fritanga y el humo del aceite recalentado de los calamares fritos y la oreja tan típicos de nuestras tabernas es nocivo para la salud y al final en los bares sólo se sirvan bebidas energizantes que, eso sí, nos permitirán trabajar veinticuatro horas seguidas.
 Pero si hay algo que tengo muy claro: yo, como fumador, no soy ningún delincuente. Y no estoy dispuesto a aceptar ese rol se pongan como se pongan la Ministra de Sanidad, los no fumadores de la nueva Inquisición o San Cristo Bendito. Porque al final esos no fumadores se van a morir igual. Muy sanos, eso si, muy productivos y trabajando hasta los ochenta años, pero se van a morir. Porque si hay algo que está probado que mata es la propia vida, y desde el momento en que uno nace ya se está muriendo. Un fumador podrá morir o no de cáncer de pulmón: alguien que está vivo seguro que, tarde o temprano, se acaba muriendo. De todas formas, a mi esta nueva ley me va a venir muy bien para ahorrar. Y no porque vaya a dejar de fumar –cosa que sólo haré cuando el Estado se empeñe en que debo de fumar- sino porque a partir de ahora mis gin-tonics, mis cañitas y mis calamares fritos me los voy a tomar en mi casa donde, de momento, aún me podré fumar un cigarrillo a gusto.

martes, 4 de enero de 2011

Lo que no es un Estado

 En el siglo XIX todo el mundo tenía más o menos claro lo que era un Estado y para qué servía. Lo tenían claro tanto Adam Smith como Karl Marx, a pesar de sus diferencias de pensamiento, y lo tenían claro tanto los dueños de las fábricas como los trabajadores. Hoy, por desgracia, en esta como en muchas otras cosas, hemos ido para atrás y nadie sabe ya cuál es la utilidad del Estado, excepción hecha, quizás, de las grandes multinacionales que han dado pruebas más que suficientes del papel qué le cabe a éste en la sociedad futura que están construyendo: ser su mamporrero. Como digo, nadie tiene ni idea de cuál es la función que le toca cumplir al Estado y, menos que nadie, sus representantes y cabezas visibles.
 Una de las pruebas más claras de esta confusión la tenemos en las decisiones que de un tiempo a esta parte está tomando el actual Gobierno de España (aunque hay que decir que esta confusión a la que nos referimos no es patrimonio exclusivamente suyo, y que desde hace mucho tiempo todos los gobiernos, españoles y extranjeros, han adolecido del mismo defecto). Lo primero que hay que aclarar es que el Estado es necesario, o al menos lo es mientras las cosas sigan funcionando como están funcionando. El problema es que esta necesidad del Estado no viene dada por lo que el propio Estado cree y, lo que es peor, hacer creer a la población. La única función que debe cumplir un Estado es la de proteger al débil frente al fuerte –porque por si alguien no se ha dado cuenta todavía somos seres humanos, y las leyes naturales no son aplicables al ámbito social-. Esta protección del débil es hoy más necesaria que nunca, cuando los grandes poderes económicos aprietan cada vez más la soga en el cuello de los ciudadanos. Y para cumplir esta función la condición indispensable es la existencia de un Estado fuerte. No sólo fuerte en el sentido de que debe ser uno solo, y no diecisiete, sino en el sentido de que debe ser él quien controle lo flujos económicos e impida que éstos ahoguen a la población. Este Estado, por desgracia, ya no existe. Y no existe porque los mercados y los políticos entregados a ellos se han encargado de que desaparezca. Pero como sin Estado estos mercados no tendrían un escudo y estos políticos no tendrían un empleo, se inventa una nueva función para aquél, aquella precisamente que no tiene que asumir: la del control de la vida de los ciudadanos. Así, el Estado ya no sólo determina qué debe de hacer la población: qué debe fumar, comer, beber o vestir. Ahora también regulariza lo que se debe decir o no decir. Ya no sólo es delito el acto, sino la simple expresión del acto, aunque éste no se haya realizado efectivamente. Y del control del decir al control del pensar no hay más que un paso. A no mucho tardar nos encontraremos con pensamientos prohibidos, con actos que ni siquiera deben ser pensados, como ya nos encontramos con cosas que no deben ser dichas.
 Y es aquí donde el Estado ya no sólo no es necesario: es el enemigo a batir. De siempre se ha pensado que el sistema ideal es aquél que es socialista en economía y liberal en política. Ahora nos hallamos frente a un sistema liberal en economía que exige un totalitarismo político. La sociedad actual se mueve en parámetros equivocados y camina, confusa pero firme, hacia su propia destrucción.