viernes, 23 de abril de 2010

Pañuelo islámico y cuentos infantiles

Antes de entrar a opinar subjetivamente sobre la conveniencia o no de permitir la entrada en las aulas a alumnas tocadas con el pañuelo islámico (islámico, de Islam, que hasta donde yo se es una religión) habría que tener en cuenta unos cuantos hechos objetivos. El primero es que nadie obliga a nadie a emigrar y mucho menos a permanecer en un país en el que no está a gusto. Cuando uno emigra sabe que debe respetar las normas, las leyes y las costumbres del Estado que le acoge y no intentar imponer las suyas. Insisto: en un país democrático occidental nadie está obligado a permanecer si no quiere. El segundo es que los yihabs, chadores, burkas o lo que sea, son símbolos religiosos, no culturales, o al menos no primordialmente culturales, de la misma forma que un crucifijo es un símbolo religioso y no cultural (y esto lo saben muy bien los imanes). Y son símbolos religiosos que además materializan la discriminación de la mujer típica en el Islam. A ver si ahora resulta que hemos hecho una guerra para liberar a las mujeres afganas del uso del burka (que, por cierto, no ha servido para nada) y vamos a permitir que se use en nuestras aulas.  El tercero es que no se pueden establecer agravios comparativos tomando como fundamento un supuesto respeto a las creencias religiosas. Si una alumna puede estar en un aula con la cabeza cubierta entonces cualquier otra u otro puede reivindicar su derecho a llevar una gorra, un pasamontañas, un sombrero de copa, una túnica de hare-krishna o ir directamente en pelotas si le parece oportuno.
 Pasemos ahora a las opiniones subjetivas. La más extendida es la que afirma que el pañuelo de marras es una costumbre y un signo de identificación cultural. Yo creo que ya ha quedado bastante claro que no lo es: es un símbolo religioso que no se debe admitir en las aulas públicas de un Estado laico, como tampoco se deben permitir los crucifijos. Y aun en el supuesto caso de que realmente fuera una costumbre es una costumbre que tiene como objeto discriminar y humillar a la mujer, como la ablación de clítoris o los matrimonios forzados de niñas de doce años. Y a nadie se le ocurrirá que estas barbaridades deban ser respetadas tomando como fundamento su valor cultural.
 Se dice también que prohibir el uso del velo islámico es crear un problema donde no lo hay y que en todo caso es un mal menor si se obtiene a cambio la escolarización de sus portadoras. Quizás sea crear un problema donde no lo hay (yo creo que si que existe el problema) pero lo que es cierto es que permitir su uso a la larga puede crear otros problemas más graves, como la radicalización de la sociedad. En todo caso los problemas se solucionan cogiendo el toro por los cuernos y no abandonándolos en el rincón de la ambigüedad legislativa. Las organizaciones islámicas anuncian manifestaciones y todo el mundo se echa a temblar. Supongo que tendrán el mismo derecho a manifestarse que los obispos, pero en todo caso –y en lo tocante a su dignidad personal- más valdría que lo hicieran en Rabat. En cuanto a lo de la escolarización, pues bueno, viene a ser lo mismo que se hace con los alumnos no musulmanes: el caso es que estén escolarizados, da igual lo que hagan o lo que aprendan en la escuela.
 Por si alguien piensa que esto puede agitar a la derecha racista y xenófoba le recomiendo que lea los textos de Marx sobre el papel de los ingleses en la India y la religión hindú. A lo mejor el problema está en el discurso de una izquierda progre que hace mucho que ha perdido el norte. Resulta curioso escuchar a los mismos que cada día recortan un poco más la libertad individual de los ciudadanos apelar a esa misma libertad a la hora de usar el velo: no hay ninguna libertad individual en una imposición religiosa. Y hay que reconocer que, en este caso, el cristianismo es superior al Islam. Al menos los cristianos son conscientes de que son un rebaño dirigido por un pastor. Esto es algo que el cristianismo nunca ha escondido.
 En cualquier caso resulta cómico que por un lado se pretendan cambiar los cuentos infantiles de toda la vida porque –oh sorpresa- resultan machistas y por otro se ponga el grito en el cielo cuando se intenta poner coto al uso de una prenda que, en su concepción y en su imposición es el prototipo de ese mismo machismo.

domingo, 18 de abril de 2010

Cuestión de precio

A estas alturas ya no creemos en las casualidades. Las supuestas casualidades no son más que la conexión natural y lógica de hechos que, si bien han podido permanecer ocultos durante un tiempo –y eso es lo que lleva a pensar en una casualidad- tarde o temprano acaban saliendo a la luz. Si se analiza desde esta perspectiva el procesamiento -no por esperado menos sorprendente- del juez Garzón, quizás nos topemos con el objetivo último que desde el primer momento puso en marcha todo este despropósito. Porque no es ninguna casualidad que el auto de procesamiento de dicho juez haya coincidido en el tiempo y en el espacio con la apertura del sumario de la trama de corrupción política y, sobre todo, empresarial, conocida como “caso Gürtel”. Y no es ninguna casualidad por dos motivos. El primero porque sirve como cortina de humo para tapar el asunto verdaderamente importante, que no es otro que la apertura de dicho sumario –cortina de humo robustecida por el interés bastardo de determinados medios de comunicación-. El segundo, y seguramente el que más peso ha tenido en la decisión del magistrado Luciano Varela, porque desactiva y deja fuera de juego de manera casi definitiva al instructor de dicho sumario. Y lo hace, y esta es la clave de todo este asunto, de forma retroactiva. El procesamiento y más que previsible condena del juez Garzón le inhabilita no sólo para ejercer sus funciones en un futuro, sino, sobre todo, lanza un velo de sospecha sobre las investigaciones que ha llevado a cabo en un pasado reciente, especialmente las relacionadas con la trama corrupta mencionada. Si se acaba demostrando que el juez Garzón es un delincuente, eso significaría que todos aquellos a los que haya podido imputar han de ser necesariamente inocentes. Eso, al menos, en la mente del magistrado Varela y de todos los que han movido los hilos (y el bolsillo) hasta llegar a tan estrambótica situación.
No nos engañemos. El magistrado Varela no es ningún camisa vieja nostálgico del viejo régimen. La motivación última de su decisión de procesar al juez Garzón es desmontar el caso Gürtel. Las querellas de Falange y Manos Limpias han sido tan sólo la excusa perfecta para hacer algo que, de todas maneras, con denuncias o sin ellas, ya se había decidido hacer. De hecho, no es descartable que las propias denuncias no estén movidas por los mismos intereses que pretenden que la justicia se olvide del asunto Gürtel. Y tampoco hay intereses políticos en la decisión de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. El hecho de que los imputados por Garzón sean en su gran mayoría miembros del PP poco o nada ha pesado en su decisión. Lo que ha puesto en marcha todos los resortes de la desvergüenza han sido los intereses económicos. No se trata de que el juez haya imputado a Presidentes autonómicos, Consejeros, Alcaldes o Concejales. Se trata ni más ni menos de que ha imputado a empresarios. Los mismos que manipularon unas elecciones para conseguir que ganara su candidata sobornando a los parlamentarios autonómicos Tamayo y Sáez. Los mismos empresarios que ven como la actuación del juez Garzón puede hacer peligrar ese negocio tan bien montado durante todos estos años. Al fin y al cabo el dinero mueve montañas y compra voluntades. Y hay que ser muy ingenuo para no darse cuenta de que si se pueden comprar políticos, al fin y al cabo, también se pueden comprar jueces, aunque sean del Tribunal Supremo. En último término tan sólo es cuestión de precio.

lunes, 12 de abril de 2010

Semana de Pasión: pasión de semana

Como todos los años, hemos vuelto éste a asistir a la conmemoración tradicional de la pasión y muerte de un carpintero judío acaecida hace más de dos mil años, evento sobre el que se instauró una de las tres religiones más poderosas del planeta. De las otras dos, una se fundamenta en la persona de un pastor nómada árabe y la tercera, ésta un poco más lógica, al menos en su origen, sobre un príncipe indio. Es el caso que como afortunadamente no hemos de sufrir en nuestras carnes los ritos mistéricos de las dos últimas, me voy a centrar exclusivamente en la primera, que es la que nos amarga la existencia cada año durante siete días en algún momento entre los meses de marzo y abril, en una distribución temporal que he de reconocer que mi pobre intelecto no alcanza a descubrir.
He empezado diciendo que durante estos días se ha celebrado la pasión y muerte del fundador de la religión cristiana. Reconozco mi error, pues más bien habría que haber dicho que lo que se conmemora en estos días de fastos con olor a naftalina y señoras con mantilla es estrictamente hablando la tortura y la ejecución del susodicho individuo. Curiosa tradición la que se nutre de la sangre y el dolor y curiosa forma de entender la cultura, eso que debería de servir para que los seres humanos nos convirtamos de una vez, después de cien mil años de existencia, en seres humanos y dejemos de ser bestias irracionales. Aunque quizás no debería de extrañarnos demasiado en un país que se divierte tirando cabras desde los campanarios. Resulta curioso, sin embargo, que aquellos que hacen leyes para evitar el sufrimiento de los animales, no sólo no las hagan para impedir la celebración del suplicio de un ser humano, sino que incluso encabecen los desfiles procesionales que constituyen el centro neurálgico de estas fiestas. Esos desfiles procesionales tan bonitos, donde se dan cita las fuerzas vivas de cada localidad, amenizados por la alegre música fúnebre de las bandas militares -el clero y el Ejército siempre de la mano-, donde se sacan a la calle, para deleite del pueblo, esas obras de arte tan epatantes –esas esculturas policromadas de rostros desencajados, músculos retorcidos y cubiertas de barro y sangre- y donde el grueso de la marcha está formado por unos señores encapuchados que harían huir aterrorizados a todos los afroamericanos de Alabama.
Eso es lo que aquí llamamos tradición y cultura, aunque sería más adecuado denominarlo ignorancia y superstición. Si a esto le añadimos que estos desfiles colapsan las calles de cualquiera de nuestras ciudades y pueblos y que el espíritu religioso de los españoles, aun siendo amplio y generoso, no puede competir con su afán de efectuar salidas vacacionales, lo que congestiona todas las carreteras de nuestra geografía –eso con crisis incluida-, la Semana de Pasión, como cada año, acaba convirtiéndose en una pasión de semana. La pasión que tenemos que sufrir todos los que no comulgamos –en ningún sentido de la palabra- con estas fechas tan señaladas. Y además no nos gustan las torrijas ni el potaje de vigilia.