lunes, 30 de julio de 2012

Ser y tener

 Vivimos en una sociedad frustrada. Una frustración que no miden los indicadores económicos pero que es palpable en cualquier actividad cotidiana, la consecuencia más grave de la crisis financiera porque destruye el tejido social y nos convierte en una manad de animales gregarios más que en una sociedad estructurada. Vivimos en una sociedad frustrada porque durante mucho tiempo lo único que se ha valorado es el tener, y se ha olvidado el ser. Las aspiraciones sociales se resumían en tener casas más grandes y coches mejores, en poseer lo que el otro poseía, en demostrar la importancia social consumiendo más y mejor que el vecino. Si uno iba de vacaciones a Cuba, el de al lado iba a Tailandia, para no ser menos, sino más y el dinero no era problema porque los bancos lo daban sin preguntar demasiado. Los modelos sociales eran tipos que habían triunfado no por lo que eran, sino por lo que tenían: famosos de medio pelo, aristócratas venidos a menos, toreros y futbolistas. El paradigma de esta situación lo expresó uno de estos últimos cuando dijo que se le tenía envidia porque era “rico guapo y jugaba bien al fútbol”. De las tres cosas, dos corresponden al ser: ser guapo, una característica subjetiva que en todo caso depende del azar, y jugar bien al fútbol, algo que hace cualquier niño de diez años –incluso yo, cuando tenía diez años, jugaba bien al fútbol-. Así que su argumentación quedaba reducida a ser rico, al tener. Cuántas veces se pudo oír a encofradores semianalfabetos, pero que ganaban el doble o el triple que un médico, espetar que éste no era más que él porque tuviera una carrera, lo cual viene a querer decir que él era más que el médico porque tenía más dinero. Estaba presente en el ambiente la idea de que cuanto antes se dejara de estudiar mejor, porque la formación no da dinero, o al menos no lo da rápido, y el desarrollo humano no cuenta ante el potencial económico. El país era un restaurante de lujo donde se comía con las manos –de hecho, los restaurantes de lujo se llenaron de comensales que no sabían usar los cubiertos-. No es este el lugar para discutir si se vivía por encima de las posibilidades económicas, pero desde luego si por encima de las ontológicas. Al fin y al cabo España siempre ha sido un país de hidalgos –qué moderno sigue siendo El Quijote-.
 Ahora que no se tiene –y no se es, aunque esto siga siendo lo de menos- aparece la frustración, y con ella la violencia y la agresividad, no contra los responsables de que ya no se tenga –que en parte son los propios ciudadanos- sino contra los el que tenemos más cerca, no sólo física, sino sobre todo socialmente. Los individuos que ya no tienen nada –y que tampoco son nada- miran con recelo al de al lado, que tampoco tiene nada pero que es posible que sea más que ellos. O al menos así lo creen. Surgen los complejos latentes en el inconsciente y consuela el estar orgullosos de lo que no se es: aparece la necesidad de ser alguien. Así se da una identificación con aquellos que consiguen alguna hazaña y pueden ser considerados de los nuestros. Se jalean los éxitos deportivos como si fuesen propios, se es español –sin tener muy claro lo que es eso- porque se ha ganado un partido de fútbol o una carrera de coches y las ventanas se llenan de banderas nacionales. Y el que no se siente orgulloso de ello, porque es alguien en sí mismo, se convierte en el enemigo. Cuando el conductor se dedica a insultar más que a conducir es porque su vida no vale nada, es un individuo frustrado que tiene que revindicar su autoestima demostrando que, aún, posee el coche más potente. Cuando alguien mira mal en el Metro es porque en el fondo se considera una hormiga al lado de todos los que le rodean. Cuando alguien se comporta como si fuera el dueño del mundo es porque no es dueño ni de su propia existencia.
 Dicen que todas las crisis sirven para mejorar. Uno desearía que fuese verdad y ésta nos hiciese ser, y ser mejores. Pero mucho me temo que cuando volvamos a tener nos volveremos a olvidar de lo que debemos ser.

viernes, 27 de julio de 2012

Políticos y políticos

 Toda sociedad necesita Políticos. Quizás no los políticos que tiene, pero si sujetos capaces de encauzar una red de relaciones sociales cada vez más compleja. Son necesarios Políticos, no políticos. Individuos que hagan Política, y, desde ella, defiendan los intereses de los ciudadanos, especialmente de los más débiles, frente a los ataques de aquellos que, ajenos a la Política y por lo tanto a la sociedad, intentan tomar el control de ésta y destruirla en su propio beneficio.
 En las Polis griegas todos los ciudadanos –libres- eran Políticos, todos participaban en la Asamblea, estaban capacitados para tomar decisiones y podían ocupar, en algún momento de su vida, un cargo público. La Paideia, tal y como se entendía por aquel entonces, era la educación de los ciudadanos para prepararles en su función política –los sofistas no iban tan desencaminados-. Y el desempeñar bien esa función política era considerado la máxima virtud –ya fuera ésta la Justicia, el Término Medio o la areté guerrera-. Por eso la educación era educación en la virtud. Así que si hoy en día tenemos políticos, y no Políticos, es porque la educación es un valor a la baja frente a otros como la ambición o el afán de poder, precisamente aquellos que los griegos consideraban vicios. Una sociedad que no está educada no podrá nunca dirigirse a ella misma. Será una sociedad que necesitará políticos, porque no tendrá Políticos.
 Así las cosas, no todos los políticos son iguales. Tan demagógico es considerar que cualquiera, por el mero hecho de formar parte de esa abstracción llamada “pueblo”, es capaz de tomar decisiones políticas, como creer que todos los que dirigen una sociedad son corruptos que sólo piensan en llenarse los bolsillos. Es en épocas de crisis cuando estas ideas brotan con más fuerza y lo hacen lanzadas desde aquellas instancias a las que no les interesa que haya Políticos, y por tanto que haya Política, porque tanto unos como otra resultan un estorbo para sus intereses. Instancias que no son otras que aquellas que llevan mucho tiempo aprovechándose de la Política, a la que ya han convertido en política, y que cuando advierten que aquélla puede tomar nuevas fuerzas y sacar a la luz sus vergüenzas no tienen ningún reparo en desprestigiarla. No es casualidad que los ataques más fuertes contra los políticos –y los Políticos- estén viniendo precisamente de las filas de la derecha, que los medios que ahora se hartan de gritar contra el exceso de políticos sean los medios de la derecha y que los ciudadanos que no se cansan de decir que todos los políticos son iguales acaben, invariablemente, votando a la derecha. Y es que no debería ser tema de debate el sueldo de un político, sino si hace o no hace bien su trabajo. A un político no hay que relevarle por cobrar mucho, sino por ser un inútil. Esto es lo que debería preocupar a una sociedad educada políticamente. Mientras no sea así, ésta seguirá mirando el dedo demagógico de los ingresos y no mirará la luna de la Política bien hecha.
 De la misma forma, una sociedad necesita los Políticos que necesita para garantizar que todas las opiniones estén representadas. Eliminar cargos públicos es una medida que queda muy bien de cara a la galería, una medida de escaparate que sirve para tapar otras medidas tan impopulares como la subida de los impuestos indirectos. Las sociedades que menos políticos tienen son las sociedades totalitarias y el primer objetivo de un gobierno totalitario es acabar con los Políticos. Aquellos que ahora abogan por la reducción de representantes políticos lo que en el fondo desean es ser ellos los únicos políticos, porque cuando no quedan Políticos se ha dejado el campo abierto para que alguien se haga con las riendas del poder, riendas que están ahí y que la sociedad en su conjunto no va a coger porque no sabría qué hacer con ellas. Y eso es algo que se debería tener muy en cuenta en España, donde durante cuarenta años sólo tuvimos un político y además malo. Un sociedad bien educada no pediría la desaparición de los políticos, sino que todos, como los griegos, fueran Políticos.

miércoles, 25 de julio de 2012

Prima de Riesgo y racionalidad

 En estos días en que estamos tan cerca de la celebración de los Juegos Olímpicos, una mala noticia ha venido a enturbiar la exaltación de nuestro espíritu deportivo. Y es que la Prima de Riesgo está batiendo todos los récords, pese a los recortes –o las medidas de ajuste- que el Gobierno ha puesto en marcha. Todas las alarmas se han disparado –aunque los Juegos Olímpicos sigan siendo noticia de portada en todos los medios, así como el regreso a la actividad de las distintas escuadras de balompié- desarrollándose un ejemplo claro de irracionalidad dirigida.
 En primer lugar es observable una naturalización de la Prima de riesgo. Se tratan sus subidas como consecuencia de una Ley natural. La conclusión que se puede acabar sacando es que la susodicha Prima asciende porque es un elemento gaseoso, o desciende porque es un elemento pesado, sin que en esos vaivenes intervenga mano humana alguna, y que sólo responde a fuerzas gravitatorias. Esta mitificación de la Prima de Riesgo constituye la base irracional sobre la que se edifica todo el discurso posterior y los comportamientos subsiguientes. La Prima de Riesgo es un elemento artificial, creado por los humanos y controlado por éstos. Si sube o baja es gracias a la intervención humana y es la intervención humana la que le ha dado una importancia casi metafísica. En este caso, lo racional es detener su ascenso. Primero a nivel europeo –porque el problema de la crisis es europeo y sólo se puede solucionar desde Europa- a corto plazo, con una intervención del Banco Central Europeo, y a largo plazo, estableciendo una política fiscal y económica común, de tal manera que toda Europa se financie a la vez y la Prima deje de ser nacional para convertirse en Europea. Y segundo, a nivel español, negándose a pagar un interés desorbitado por la deuda –lo racional es no comprar algo que es demasiado caro o excede a nuestras posibilidades-, con una intervención del Banco de España o con una demostración de los bancos nacionales de su supuesto interés por sacar a España y a los españoles del agujero, comprando deuda a un interés mucho más bajo y forzando así a los especuladores a rebajar la presión.
 En lugar de esto lo que se ha hecho ha sido meter el miedo en el cuerpo a la ciudadanía, como si se acercara el fin del mundo, y dilatar sine die las soluciones políticas. Algo que sólo es explicable, o bien porque como ya se ha dicho la Prima de Riesgo sigue un curso natural independiente de la voluntad humana y, por lo tanto, cualquier intento de intervención resulta inútil, o bien porque exista una racionalidad subyacente a dicha irracionalidad. Como es muy difícil creer que todos los que ocupan puestos de poder sean estúpidos, la única explicación posible ha de ser la segunda. Se trata de utilizar la Prima de Riesgo y la crisis de la deuda como excusa para aplicar recortes salvajes de los derechos económicos y sociales de la ciudadanía. Se trata de convertir Europa –especialmente el sur de Europa- en un filón de mano de obra barata para las grandes empresas del norte, que no tendrían así que instalar sus factorías en países lejanos, ahorrando en costes de transporte, arancelarios y de todo tipo. Se trata de tener el Tercer Mundo en el jardín de atrás –algo que supieron hacer muy bien los Estados Unidos en América Latina-, una masa de trabajadores no cualificados y mal pagados que, además, consumirán sus productos. Se trata, en suma, de un comportamiento racional desde el punto de vista instrumental, pero irracional desde el punto de vista moral. Pero el mundo no se acabará por la Prima de Riesgo por mucho miedo irracional que se intente exportar y cuando al final todo esto pase –que pasará- nos daremos cuenta de que sólo con una buena racionalidad moral es posible luchar contra una mala racionalidad instrumental.

lunes, 23 de julio de 2012

Querer no es poder

Una prueba de que los tiempos han cambiado que es una barbaridad y de la importancia que la psicología del bienestar ha adquirido en nuestras vidas, es la insistencia en utilizar el pensamiento positivo para superar todo tipo de crisis, tanto personales como colectivas, de salud como económicas. Qué diferencia con la actitud de los viejos estoicos o de nuestros poetas y pensadores del siglo XVII, que consideraban las crisis como efectos necesarios de la Naturaleza y centraban la virtud en su conocimiento. Lo cual, bien mirado, no deja de ser otro tipo de pensamiento positivo –por qué preocuparse si nada se puede hacer- menos consolador, quizás, pero más realista. Por muy moderno que parezca el llamado “pensamiento positivo” y muy antiguas que se nos antojen las posturas estoicas, la realidad es que aquél es mucho más viejo que éstas, al menos en sus principios de actuación. Si al algo se parece es a la magia simpática, la primera manifestación religiosa que adopta la humanidad –y es que, también, el pensamiento positivo tiene mucho de religión- según la cual determinadas potencias humanas podrían influir en el curso de la realidad, haciendo que ésta se adaptara a los deseos o las necesidades del individuo o del grupo social. El pensamiento positivo no es más que eso: pensar que el mero deseo de que algo ocurra de una determinada forma va a hacer que, efectivamente, algo ocurra de una determinada forma. El pensamiento positivo muestra así su verdadero rostro: una ocultación o un falseamiento de la realidad, una negación de ésta, lo que saca a la luz su base ideológica.
 Tradicionalmente el pensamiento positivo se ha identificado con el adaggio “querer es poder”. El caso es que querer no es poder. La pura voluntad no puede provocar cambios en la realidad –que es ajena a ésta y tan sólo puede ser comprendida y en ese sentido dominada por la Razón- y creerlo así a lo que conduce, más que a cualquier otra cosa, es a un cúmulo de frustraciones que lo que consiguen es lo contrario de lo que se pretende: hacer que la vida del individuo o de la sociedad sea aún más desgraciada. El pensamiento positivo se presenta así, no sólo como la negación ya citada de la realidad, sino como la negación de sí mismo. Este pensamiento, además, lleva implícito un componente potencialmente muy peligroso. Un sujeto es responsable tan sólo de aquello que puede elegir libremente, y aunque el ser humano sea esencialmente libre, también es cierto que está biológicamente determinado. Ahora bien, si querer es poder el ser humano, que en principio puede quererlo todo, también lo puede todo. Se le hace así responsable de aquellas cosas que no está en su mano querer o no querer, evitar o no evitar, realizar o no realizar. Un enfermo de cáncer que no vence a la enfermedad, así, sería responsable de su propia muerte. Pues no a tenido la suficiente voluntad, no ha luchado lo suficiente, no ha querido realmente curarse del cáncer[1]. Si lo hubiera hecho habría podido salvarse. Incluso Unamuno, que puso toda su voluntad en no morir, que realmente no quería morirse pero al final, como todos, murió, sería responsable, según el pensamiento positivo, de su muerte.
 Hoy en día, como émulo de algunos éxitos en determinadas competiciones deportivas, el “querer es poder” se ha sustituido por el “juntos podemos”. Desde luego, el que un conjunto de sujetos gane un partido de fútbol es un hecho que no puede extrapolarse a una crisis que abarca a toda la sociedad, entre otras cosas porque las relaciones sociales que nos hacen “estar juntos” son las que han provocado la crisis. Así que, o rompemos esas relaciones y ya no “estamos juntos”o la crisis seguirá ahí por mucho empeño que pongamos. El “juntos podemos” lo que hace es desviar la responsabilidad de la crisis y hacerla caer sobre los hombros de toda la sociedad –no salimos de la crisis porque el bombero, el pescadero y el ama de casa no quieren- y alejarla de los verdaderos responsables. Pero es que además, si uno entra en un vagón del metro y echa una mirada a su alrededor, enseguida se dará cuenta de que juntos no vamos ni a la vuelta de la esquina.




[1] .- Es curioso como este exceso de responsabilidad en asuntos que no dependen de la voluntad del ser humano va acompañado de un olvido de la misma en otros aspectos que caen plenamente dentro del campo de su libertad de decisión.

viernes, 20 de julio de 2012

Patriotismo bastardo

 Es curioso como en estos tiempos en que la palabra Patria ya no significa nada, porque el mundo globalizado elimina todas las diferencias nacionales, abole todas las fronteras y borra todos los rasgos distintivos, dejando tan sólo en pie el contraste fundamental entre ricos y pobres, explotadores y explotados, el patriotismo sea reivindicado con más fuerza que nunca. No es esta, empero, una reivindicación similar a la de los nacionalismos del siglo XIX, cuando una clase alejada del poder político apelaba al sentimiento nacional como medio para independizarse de los grades imperios y alcanzar el fin de ocupar ese espacio de poder que se le negaba.
 Por el contrario, la apelación actual al patriotismo viene lanzada por aquellos que ocupan los puestos de poder y tiene como objetivo aquellas clases que nada se juegan en el envite patriótico pero mucho en el económico. Es un patriotismo que tiene como fin compartimentar las luchas por el desarrollo social según las distintas naciones y desviar la atención del hecho de que, hoy en día, como siempre, la humanidad progresa y se desarrolla en su conjunto o no progresa, da igual que esta humanidad hable árabe o finés, habite en Groenlandia o Sudáfrica. Es un patriotismo bastardo que se fundamenta en hazañas espúreas y deja de lado, interesadamente, aquellos elementos sobre los que se podría construir una idea de Patria como aquél lugar del cual sentirse orgulloso. Es el patriotismo de los toros y las majas de Fernando VII y no el patriotismo de la Ilustración de Goya.
 En la actualidad, cuanto peor sea la situación económica de un país, mayor será el llamamiento al patriotismo que se haga desde los estamentos de poder. Un patriotismo que se pretende sustentar en la exaltación de los sentimientos y las pasiones más oscuras, en la orgía y la embriaguez que provocan la victoria sobre el extranjero –ya que no en el combate bélico, si en el deportivo-, en la irracionalidad del orgullo de la nacionalidad cuando de algo parecido a los juegos infantiles se trata, en la exacerbación del espectáculo hasta convertirlo en el elemento central que aglutina los sentimientos de pertenencia a una nación o a una raza. Y, por supuesto, en la exigencia de sacrificio ante las necesidades de la Patria, la idea de que la unión en ese sacrificio, la inmolación común en la hoguera del bien nacional conseguirá que la Patria renazca hasta ocupar el lugar que le corresponde en el conjunto de las naciones.
 Y mientras tanto, los que apelan al patriotismo de una población cada vez más anestesiada, hacen gala del suyo vendiendo el territorio y, lo que es más importante, sus leyes, a millonarios foráneos a cambio de unos cuantos puestos de trabajo denigrantes, mientras echan cuentas de los millones que, entre tantos millones que se pueden mover, se quedarán entre sus uñas, quizás porque para ellos la “Patria” tiene más que ver con un cortijo privado que con un lugar público. Los que nos piden que nos sintamos orgullosos de los éxitos deportivos no tienen ningún reparo en entregar la soberanía nacional a los mercados, y dejan que sean los instrumentos de éstos –FMI, Banco Mundial, UE o Las Agencias de Calificación Financiera- los que dirijan los destinos del país, de ese país que ellos, que son tan patriotas, deberían de dirigir, no porque se lo exija su patriotismo, sino porque se lo debería de exigir su deber como funcionarios públicos, como representantes de los ciudadanos que les han elegido para que protejan sus intereses frente a aquellos a los que, a la larga, efectivamente sirven. A estos individuos antes –y ahora- se les llamaba “vendepatrias”. Y es que, como nunca me cansaré de recordar, el patriotismo sigue siendo el último refugio de los canallas.

miércoles, 18 de julio de 2012

Leyes y Moral 2

Un funcionario público, como tal funcionario, está obligado a cumplir y, sobre todo, a hacer cumplir las leyes. Si nos atenemos a la letra estricta –y también al espíritu- de la norma, los funcionarios públicos, en el ejercicio de su función, no deben plantearse más que el mero cumplimiento de la ley. En una visión estrecha y torticera de la filosofía kantiana, se podría decir que el funcionario debe cumplir con su deber, sin plantearse nada más, y cumplir con su deber consiste en cumplir la ley. Esta visión, sin embargo, como se ha dicho, es estrecha y torticera. El funcionario público, antes de ser un funcionario, es un ser humano y su deber –su deber moral como ser humano- es reflexionar el contenido de la ley que, normativamente, está obligado a cumplir y a hacer cumplir. Y su obligación será no cumplirla cuando esa ley conculque los derechos más fundamentales del resto de los seres humanos. En estos casos, el deber moral del funcionario es no cumplir con su deber como funcionario. Su deber consiste en no cumplir con su deber.
 Es por esto que determinadas figuras jurídicas, como los “Actos de Estado” o la “obediencia debida”, si bien tienen cabida dentro del ámbito estricto del Derecho como potenciales eximentes de una conducta inmoral, que no necesariamente ilegal si lo que se juzga se corresponde con el cumplimiento de la ley, dentro del campo de la ética son meras excusas que, en cualquier caso, aparte de no eximir al sujeto de la falta de cumplimiento de su deber moral, ponen seriamente en duda su categorización como ser humano. Aquél que se acoge a estas excusas como un medio para impedir un castigo, está renunciando a su dignidad como persona y negando su propia libertad. Pero nadie puede negar su propia libertad. El individuo siempre es libre de elegir cumplir o no cumplir con su deber y, desde el punto de vista de la moral, está obligado a ello. Si no lo hace, su conducta será inmoral, libremente habrá elegido serlo y tendrá que asumir la responsabilidad de su comportamiento.
 Si el funcionario no está obligado a cumplir leyes inmorales, sino más bien obligado a no cumplirlas y el hecho de hacerlo le debe suponer una reprensión, mayor o menor, consecuencia de su responsabilidad como ser humano libre, en los legisladores, en los que elaboran la ley, el deber moral y el deber público coinciden. Es su deber elaborar leyes morales, acordes con lo que racionalmente se considera humano. Si elaboran leyes inmorales no sólo estarían faltando a su deber como legisladores, sino también al que les corresponde como seres humanos morales.
 El criterio más amplio para determinar la moralidad de una ley, tanto para el legislador como para el funcionario –más allá que la apelación al “bien común” o a los “intereses de la sociedad”, ambos propicios a caer en la subjetividad, en la particularización y, en todo caso, sujetos a una infinitud de matices- es su universalización. La universalidad de una ley no es otra cosa que su racionalidad. Puesto que todos somos seres humanos, una ley, para ser considerada universal, racional y, por lo tanto, justa, ha de ser de tal forma que pueda ser aplicable a toda la especie humana, incluyendo dentro de ésta, claro está, al propio legislador. Vendría a ser eso tan viejo y tan racional de “no quieras para los demás lo que no quieres para ti” o, en términos kantianos “obra de tal manera que la máxima de tu conducta pueda ser considerada ley universal”. Si un policía apalea a unos ciudadanos, un médico deja morir a un paciente o un profesor no enseña a sus alumnos en condiciones dignas, porque todos obedecen una ley, estarán obedeciendo una ley inmoral, porque ni al policía le gustaría que le aporrearan a él, ni al médico que le dejaran morir, ni al profesor que no enseñaran a sus hijos en condiciones dignas. Y si un legislador elabora leyes que atacan los derechos humanos y sociales más básicos, estará elaborando una ley inmoral porque esos derechos son también los suyos.
 Pero quizás un procedimiento más simple para determinar la moralidad o inmoralidad de una ley sea hacerse cuenta de la moralidad del legislador. Cuando éste o éstos jalean y aplauden leyes que atentan contra los derechos arriba mencionados, o cuando insultan a los sectores más débiles de la población perjudicados por ellas, entonces estamos ante sujetos inmorales que, necesariamente, han de elaborar leyes inmorales.

lunes, 16 de julio de 2012

Razón, Moral y Política

 La política, el hacer política, es una forma de la moral. La Política encuentra su fuente en la Ética y, pro ello, la Filosofía Política ha sido siempre una rama de la Filosofía Moral. La Moral, como facultad específicamente humana, es inseparable de aquello que convierte a los seres humanos en seres humanos: la Razón. La Razón, como bien sabía Kant –y Tomás de Aquino- en su concepción menos amplia y por lo tanto más estricta y más exacta es razón moral. Por eso cuando un político, un Presidente de Gobierno en este caso, fundamenta su discurso en la irracionalidad, en la apelación a sentimientos como el dolor, la tristeza o la necesidad del sacrificio podemos estar seguros de que estamos ante un contexto no sólo irracional, sino también inmoral. Y adviértase que lo inmoral no son las palabras, porque las palabras no pueden ser inmorales, sino los hechos, que son los únicos objetos de calificación moral.
 El hecho principal que subyace al discurso del presidente del Gobierno es que mintió y, como también decía Kant, “aunque todo el mundo mienta seguirá siendo verdad que no se debe de mentir”. Y si es inmoral mentir también lo e s acudir a la irracionalidad de los sentimientos para justificar sus mentiras. De la misma manera que es inmoral suponer que uno no es libre para no escoger lo que ha escogido. El ser humano es siempre libre de elegir lo que no elige, o de no elegir lo que elige. La libertad es el constituyente supremo de la humanidad. Negar la propia libertad para elegir –lo que Sartre llamaba “mala fe”- es negar la responsabilidad que se tiene ante los actos que libremente se deciden realizar. Y negar la responsabilidad es inmoral.
 Desde una perspectiva política –y por lo tanto moral- el Presidente del Gobierno ha roto el pacto que se fundamenta en la racionalidad del consenso social. Ha abierto una brecha insalvable entre el Estado y la sociedad civil y ha perdido, por tanto, su legitimidad como representante de ésta. Cualquier acto que realice a partir de ahora, aunque sea legal porque concuerde con las leyes que él mismo se ha dado, será inmoral, porque ha perdido la legitimidad que le permitía imponer esas leyes a la sociedad civil. Serán leyes del Estado, no de la sociedad, y habrán de ser implementadas por la fuerza. Una fuerza no legítima y, por lo tanto, inmoral.
 Precisamente porque el presidente del Gobierno ha provocado la ruptura entre en Estado y la sociedad civil, es ésta, la parte más débil de ésta, la que se va a ver afectada de forma prioritaria por sus actuaciones. Porque la función del estado no es otra que proteger los intereses de la sociedad. Por eso la actuación del Presidente del Gobierno –que ya no está legitimado para ejercer como tal- es injusta y, en tanto que injusta, es inmoral. Beneficia a aquél que rompe las reglas que regulan la convivencia dentro de la sociedad y, por tanto, se sitúa al margen de ésta. Con su actuación el Presidente del Gobierno retrotrae a la sociedad a una situación pre-social. A una guerra de todos contra todos, en términos hobbesianos, donde prima el derecho del más fuerte.
 Fue David Hume el que dijo que los políticos eran portadores de una ética especial, que les permitía mentir si ello resultaba necesario para proteger los intereses de la sociedad. En este caso la ética del Presidente del Gobierno es la negación de toda ética. Con sus actos, se ha situado de lleno en el campo de la inmoralidad y aunque sus intenciones fueran verdaderamente buenas –a estas alturas el hecho bruto de mentir es, quizás, el menos inmoral de sus comportamientos- no debería olvidar que el infierno está empedrado de buenas intenciones

viernes, 13 de julio de 2012

Corderos del mercado

 Es una constante en la Historia de la Humanidad que, en tiempos de crisis –sea ésta del tipo que sea- un individuo o un grupo de individuos sean escogidos por la sociedad como elementos purgadores de la situación. Es a este o a estos individuos a los que se hace responsables de ésta y los que, con su sacrificio, deben librar al resto del problema. Estas crisis que se hacen recaer sobre la espalda de algunos sujetos individuales son normalmente producidas por elementos trascendentes a la propia sociedad, o bien por causas incomprendidas y por eso incontroladas. De ahí la necesidad de individualizar o particularizar la responsabilidad.
 Ya las antiguas culturas agrícolas mesopotámicas y babilónicas, durante las fiestas de renovación o año nuevo –aquellas que marcaban el ciclo de las cosechas- elegían a un miembro de la comunidad que era coronado rey por un periodo corto de tiempo, el suficiente para hacer recaer sobre él la responsabilidad de todos los males que hubieran afectado al grupo. Este individuo, si bien vivía ,nunca mejor dicho, como un “rey” durante unos pocos días, era posteriormente sacrificado para calmar la ira de la divinidad y solicitar su benevolencia en los próximos periodos de cosechas, es decir, la causa trascendental e incomprendida.
 Estos rituales son recogidos por la tradición judeo-cristiana –su heredera, al fin y al cabo- , de tal forma que toda la religión cristiana se edifica sobre un individuo que recoge las culpas de la humanidad en su conjunto y es sacrificado para expiarlas. Cristo es el “cordero de Dios” cuya muerte “quita el pecado del mundo”. Durante las Cruzadas los guerreros cristianos -que no comprendían por qué, si luchaban con Dios de su lado, pasaban fatiga, miserias, sed y perdían batallas- empalaban en la punta de una lanza o en el mástil de un barco las cabezas de los turcos, reuniéndose toda la hueste a su alrededor para acusarla de todos los males que sufrían. De aquí proviene la expresión “cabeza de Turco”. La historia de las “cabezas de turco” que en el mundo han sido es larga pues siempre, en cada situación de crisis, alguien ha pagado los paltos rotos. Sujetos individuales como Dreyfuss, razas como los judíos o los gitanos o grupos sociales como los inmigrantes son ejemplos de la necesidad social de crear “cabezas de turco” a los que hacer responsables de aquella situaciones que escapan a su control o a su comprensión.
 En la crisis económica actual la cabeza de turco escogida ha sido el sector público. No es una víctima escogida al azar, como podían serlo los "reyes" mesopotámicos, sino que en su elección juega un papel muy importante el afán de los mercados con hacerse con el sector económico y los beneficios posibles que comprenden empresas y servicios públicos. Pero como el sector público no es más que una abstracción, una hipostatización –como lo es la sociedad- que no tiene una existencia más allá de los individuos que forman parte de él, son estos individuos –sus trabajadores, los funcionarios públicos- los que han de cargar con la responsabilidad de la crisis y, por consiguiente, los que deben ser sacrificados para aplacarla. El gasto público excesivo no se debe al despilfarro, a los regalos, a las obras innecesarias e inútiles o a la corrupción política, sino al elevado número de funcionarios y al salario que cobran. La historia nos enseña también que nunca una cabeza de turco ha salido indemne de las acusaciones que contra él se han lanzado –Dreyfuss fue ejecutado, los judíos exterminados y los gitanos y los inmigrantes marcados y marginados- así que es de esperar que los funcionarios sean también, tarde o temprano, eliminados. Serán los nuevos corderos, no de Dios, sino de los mercados, que se ocuparán de realizar sus funciones. Funciones realizadas pro empresas privadas que, por definición, ya no serán “públicas”. Y si lo que determina la existencia de una sociedad es la permanencia de “lo público”, si una sociedad, para serlo, necesita ser “pública”, asistiremos, impávidos, a la eliminación de la sociedad.

miércoles, 11 de julio de 2012

Leyes y Moral

 Una sociedad se regula por medio de leyes. Son éstas las que marcan el rumbo que deben seguir las relaciones entre los ciudadanos y entre las Instituciones y éstos últimos. Según la teoría de la democracia representativa las leyes las aprueban los Parlamentos –Poder Legislativo- que han sido votados por los ciudadanos y en los cuales impera la regla de las mayorías y las ponen en práctica los Gobiernos –Poder Ejecutivo- que a la vez han sido elegidos por los Parlamentos. Se cubre así la premisa básica del pensamiento de Rousseau, según la cual la voluntad individual se desarrolla y se hace libre en las decisiones de a voluntad general, a la que libremente se somete. Es por esto por lo que , quizás, se piensa en las sociedades actuales que todos los problemas pueden ser resueltos de forma satisfactoria para el conjunto de la ciudadanía mediante la elaboración de leyes. Si las leyes regulan las relaciones sociales, allá donde estas relaciones fallan, o donde no existe regulación, es suficiente con elaborar una ley que supla estas carencias e impida que nadie salga perjudicado de forma permanente.
 Las crisis, sin embargo, nos enseñan que las leyes solas, sin un acompañamiento moral que las haga universales y de obligado cumplimiento –no por el miedo al castigo penal, sino porque se ajusten de forma esencial a la racionalidad humana- son, en el mejor de los casos, inútiles, y, en el peor, elementos de desintegración social y de destrucción humana. La sujeción exclusiva a la ley, olvidando la moral, nos conduce al caso de Adolf Eichmann, analizado en profundidad en la obra de Hanna Arendt Eichmann en Jerusalén. En el juicio de Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS, funcionario del Gobierno nazi y uno de los responsables de las deportaciones a los campos de exterminio, secuestrado en Buenos Aires por los Servicios Secretos israelíes y juzgado en Jerusalén se produjo la paradoja jurídica de que el acusado -ciudadano alemán- no había cometido ningún acto ilegal –si por ilegal entendemos aquel acto que va en contra de ley- puesto que sus comportamientos se habían atenido en todo momento a las leyes del Reich, emanadas de su Fhürer –algo de lo que a veces no parece consciente Arendt-. Eichmann no era más que un funcionario que había cumplido con su obligación y había obedecido a la ley. Sus actos eran legales, pero no legítimos, porque las leyes que obedecía eran inmorales. Si embargo, si Eichmann, o cualquier funcionario nazi, hubiera obedecido a su conciencia moral, y por tanto hubiera desobedecido las leyes, se hubiera situado al margen de éstas, hubiera cometido un acto ilegal, un delito, y habría habido de ser castigado por ello.
 Salvando las distancias –no demasiado grandes en lo que a dignidad humana se refiere- la crisis actual nos ofrece otro ejemplo de los mismo. No se soluciona con leyes, puesto que el problema no está en las leyes. Es un problema moral, que tiene su raíz en la corrupción política y en la racionalidad técnica –el fin, ganar más, justifica cualquier medio- de los llamados mercados. De esta forma se elaboran leyes que, o bien son inútiles porque no solucionan el problema, o bien causan un perjuicio –muy grave a veces- a la gran mayoría de los ciudadanos. Y los funcionarios encargados de hacerlas cumplir –médicos, profesores, policías o inspectores de hacienda- se ven en la tesitura de no obedecerlas haciendo caso de su conciencia moral y situarse al margen de la ley, u obedecerlas, olvidando la moral, y convertirse en brazos ejecutores de la dignidad humana de sus conciudadanos.

lunes, 9 de julio de 2012

Política, deporte y Auschwitz

 El deporte es política. Es política porque es una actividad que se realiza dentro de la polis, y todo lo que se hace en la polis es política. Pero también es política porque determinados acontecimientos deportivos pueden determinar a acción política y la forma en que los ciudadanos aprehenden esa acción política. , pueden marcar el ritmo político de un país o pueden escamotear a la ciudadanía la posibilidad de tomar decisiones políticas. . El propio hecho de negar esto, de afirmar que el deporte es sólo deporte, ya es una manifestación política. Son los que hacen expresa esta negación los más conscientes de que el deporte es política y, so sólo eso, los más interesados en que lo sea. La negación de la dimensión política del deporte y su conversión en una mera actividad lúdica –algo que ya ni siquiera es posible en la práctica infantil del deporte, puesto que la insistencia en que nuestros infantes dediquen su tiempo a realizar actividades deportivas es una insistencia política- es ya política. El deporte para ser deporte, es decir, política, debe negarse a sí mismo
 El deporte era política entre los mayas, donde el juego de pelota constituía un ritual religioso y político que tenía como objetivo contentar a los dioses y, de paso, mantener la estructura social. Curiosamente el equipo ganador del juego era sacrificado porque sólo la fuerza que había demostrado era agradable a las divinidades. Y, también, suponía la eliminación física de individuos heroicos ante los ojos de la plebe que podían poner en peligro la estructura de poder. También era política el deporte en la antigua Grecia, donde incluso el tiempo –social- lo marcaban las Olimpíadas, el periodo que transcurría entre dos juegos olímpicos, y los vencedores eran aclamados como dioses, como los garantes de la política de la ciudad. Cuando Filípides corrió por primera vez 42,195 kilómetros no estaba haciendo deporte, aunque lo estuviera haciendo. Estaba llevando a cabo una misión política: anunciar la victoria en la batalla de Maratón.
 En la actualidad el deporte cumple tres funciones políticas muy precisas, sin las cuales no podría ser concebido, al menos tal y como hoy lo es. En primer lugar es una válvula de seguridad que permite desplazar las frustraciones de la ciudadanía que, sin él, serían dirigidas contra el entramado social que las produce. En segundo ligar es el método por excelencia para mantener anestesiada a la población, tanto por ser una perfecta cortina de humo para ocultar los problemas reales de una sociedad, como por el engaño que se lleva a cabo cuando se hace creer a la ciudadanía que un éxito deportivo es un éxito de toda a nación, cuando en realidad lo es tan sólo del deportista-héroe- o que ese éxito deportivo puede ser extrapolado de tal forma que constituya la horma de alcanzar otros éxitos en otras facetea sociales: la victoria nos daría optimismo e imitando el esfuerzo de los héroes superaremos cualquier dificultad. Y en tercer lugar es uno de los pilares en que los políticos profesionales asientan el acierto de su gestión, aunque su gestión no sea precisamente acertada.
 Y, como parte de la política, el deporte se ve también inmerso en la moral. En este sentido yo me hubiera sentido mucho más orgulloso de nuestros balompédicos campeones si hubieran realizado un gesto tan poco deportivo, tan político y por lo tanto tan moral, como visitar el campo de exterminio –que no de juego- de Auschwitz.