viernes, 20 de julio de 2012

Patriotismo bastardo

 Es curioso como en estos tiempos en que la palabra Patria ya no significa nada, porque el mundo globalizado elimina todas las diferencias nacionales, abole todas las fronteras y borra todos los rasgos distintivos, dejando tan sólo en pie el contraste fundamental entre ricos y pobres, explotadores y explotados, el patriotismo sea reivindicado con más fuerza que nunca. No es esta, empero, una reivindicación similar a la de los nacionalismos del siglo XIX, cuando una clase alejada del poder político apelaba al sentimiento nacional como medio para independizarse de los grades imperios y alcanzar el fin de ocupar ese espacio de poder que se le negaba.
 Por el contrario, la apelación actual al patriotismo viene lanzada por aquellos que ocupan los puestos de poder y tiene como objetivo aquellas clases que nada se juegan en el envite patriótico pero mucho en el económico. Es un patriotismo que tiene como fin compartimentar las luchas por el desarrollo social según las distintas naciones y desviar la atención del hecho de que, hoy en día, como siempre, la humanidad progresa y se desarrolla en su conjunto o no progresa, da igual que esta humanidad hable árabe o finés, habite en Groenlandia o Sudáfrica. Es un patriotismo bastardo que se fundamenta en hazañas espúreas y deja de lado, interesadamente, aquellos elementos sobre los que se podría construir una idea de Patria como aquél lugar del cual sentirse orgulloso. Es el patriotismo de los toros y las majas de Fernando VII y no el patriotismo de la Ilustración de Goya.
 En la actualidad, cuanto peor sea la situación económica de un país, mayor será el llamamiento al patriotismo que se haga desde los estamentos de poder. Un patriotismo que se pretende sustentar en la exaltación de los sentimientos y las pasiones más oscuras, en la orgía y la embriaguez que provocan la victoria sobre el extranjero –ya que no en el combate bélico, si en el deportivo-, en la irracionalidad del orgullo de la nacionalidad cuando de algo parecido a los juegos infantiles se trata, en la exacerbación del espectáculo hasta convertirlo en el elemento central que aglutina los sentimientos de pertenencia a una nación o a una raza. Y, por supuesto, en la exigencia de sacrificio ante las necesidades de la Patria, la idea de que la unión en ese sacrificio, la inmolación común en la hoguera del bien nacional conseguirá que la Patria renazca hasta ocupar el lugar que le corresponde en el conjunto de las naciones.
 Y mientras tanto, los que apelan al patriotismo de una población cada vez más anestesiada, hacen gala del suyo vendiendo el territorio y, lo que es más importante, sus leyes, a millonarios foráneos a cambio de unos cuantos puestos de trabajo denigrantes, mientras echan cuentas de los millones que, entre tantos millones que se pueden mover, se quedarán entre sus uñas, quizás porque para ellos la “Patria” tiene más que ver con un cortijo privado que con un lugar público. Los que nos piden que nos sintamos orgullosos de los éxitos deportivos no tienen ningún reparo en entregar la soberanía nacional a los mercados, y dejan que sean los instrumentos de éstos –FMI, Banco Mundial, UE o Las Agencias de Calificación Financiera- los que dirijan los destinos del país, de ese país que ellos, que son tan patriotas, deberían de dirigir, no porque se lo exija su patriotismo, sino porque se lo debería de exigir su deber como funcionarios públicos, como representantes de los ciudadanos que les han elegido para que protejan sus intereses frente a aquellos a los que, a la larga, efectivamente sirven. A estos individuos antes –y ahora- se les llamaba “vendepatrias”. Y es que, como nunca me cansaré de recordar, el patriotismo sigue siendo el último refugio de los canallas.

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