jueves, 21 de mayo de 2015

Sociedad de llorones



  Las lágrimas no ablandan a los verdugos, ni cambian la sociedad. Llorar no es un acto revolucionario y apelar a las lágrimas, a los sentimientos, en suma, como referente último de la acción política no es un acto político. Y no es un acto político porque no tiene incidencia en las relaciones sociales, tan solo afecta al individuo aislado o, mas bien, al sentimentalismo de los individuos aislados. Las relaciones humanas se establecen sobre la empatía (sea ello lo que sea), las relaciones sociales lo hacen sobre la razón. Las relaciones humanas son la base de la sociedad, pero no son la sociedad: hay que socializar las relaciones humanas normativizándolas, institucionalizándolas. Por eso el cambio social es el cambio de las normas e instituciones –de las relaciones sociales que constituyen a y se constituyen en las normas e instituciones- y no el cambio en la empatía o en la relación meramente humana. De hecho, las relaciones humanas pueden darse fuera de la sociedad -algunos, como Rousseau, pensaron que solo pueden darse fuera de la sociedad-. No se puede, entonces, apelar a los sentimientos individuales como pauta del cambio social. Los sentimientos individuales son religión, igual que las creencias individuales. Una acción política que se fundamente en el sentimiento, que se fundamente en los lloros, en las lágrimas, en los lloriqueos, en la apelación a los instintos de piedad o compasión, es una acción cristiana, pero no política. Al fin y al cabo el cristianismo siempre ha tenido una aspiración política que ha pretendido implementar entre las masas agitando los mismos sentimientos. Llorar, en realidad es muy fácil –el que no llora no mama, se suele decir-. Lo difícil es pensar.

  Que la acción política se está guiando cada vez más por el sentimiento y menos por la razón es algo comprobable cuando se observa que uno de los indicadores del desarrollo social es el grado de felicidad alcanzado por los miembros del grupo. La felicidad: el objetivo último de la moral cristiana frente, por ejemplo, al deber kantiano. La felicidad que en última instancia consiste en el conformismo. Cualquiera puede ser feliz si se conforma con lo que tiene o si tiene pensamientos positivos –el pensamiento es pensamiento, ni positivo ni negativo: el pensamiento positivo es ya sentimiento-. Así que la felicidad, en el fondo, no deja de ser un obstáculo para el desarrollo social, para el desarrollo de los individuos y sus relaciones sociales. Se insta a ser feliz, no libre, autónomo o responsable. Así, se insta a renunciar a aquello que nos hace infelices. Porque en el fondo se llora por lo perdido: por las vacaciones, el chalet o el último modelo de automóvil: lo que antes nos hacía felices ahora nos hace llorar. Y queremos recuperar nuestra felicidad. La nueva política nos llama a recuperar nuestra felicidad recuperando lo perdido o conformándonos, cristianamente, con lo que tenemos. No es de extrañar que se haya instituido un día internacional de la felicidad, pero no exista un día internacional de la Razón.

  ¿Qué acción política se puede basar en el sentimiento? Una acción dirigida por los puros deseos, sin atender racionalmente a si son conseguibles o no. Una acción política que no atiende a las condiciones objetivas reales sobre los que deben cumplimentarse esos deseos. Una acción política que invita a desear, pero no explicita las circunstancias que harán que esos deseos se satisfagan. Una acción política que, al huir de la racionalidad, huye también de la realidad. Así, la política fundada en el deseo es una política irreal. Una política evanescente que se impregna de la volatilidad del sentimiento. No es de extrañar, entonces, que sea una política de llorones, para una sociedad de llorones.

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