lunes, 26 de noviembre de 2012

Huelga general y método científico


 El 26 de enero de 1994 el subdirector de un colegio de élite de las afueras de Madrid reunió a la plantilla de profesores de dicho centro y les espetó lo siguiente: “El que mañana no venga a trabajar que no se moleste en venir más”. Al día siguiente, 27 de enero de 1994, había convocada una huelga general. Comento este caso por dos razones: la primera porque que yo formaba parte de aquél equipo de profesores y por tanto me resulta familiar y conocido; la segunda porque la coacción que puedan ejercer los piquetes de trabajadores durante una huelga general no es comparable, ni en el fondo ni en la forma, a la que ejercen los empresarios o ciertos empresarios. 
 El caso anterior es una demostración palpable –y, como ya he dicho, familiar para mí y supongo que para muchos más- de que no existe ningún método científico capaz de determinar el alcance de una huelga general. Aun así, hay quien se empeña en utilizar variables científicas, o más bien pseudocientíficas, para medir ese impacto. Voy a tomar tres de las mas utilizadas y a analizar por qué no sirven para nada.
 a).- El recuento de los huelguistas. Normalmente, ante una huelga general las cifras de los ciudadanos que la secundan varían en una horquilla, según quien haga el recuento, no soportable por ninguna ley estadística conocida. Y ello porque la manera de realizar el arqueo es distinta según quién lo haga: los convocantes o el gobierno de turno. Mientras que los primeros dan las cifras de aquellos que no han ido a trabajar y también de aquellos que lo han tenido que hacer obligatoriamente por estar incluidos en los servicios, mal llamados, mínimos, los segundos incluyen en sus cifras a todos aquellos que han acudido a su trabajo, independientemente de si éstos forman parte del contingente de los servicios mínimos o no. Así, hay un grupo, el de los servicios mínimos, que figura tanto en el monto de los huelguistas como de los no huelguistas. Puesto que los servicios mínimos son una imposición del gobierno en la mayoría de los casos, y las empresas no suelen tener la delicadeza de incluir en ellos a aquellos trabajadores que han manifestado su deseo de no hacer huelga, sino más bien al contrario, el recuento presumiblemente científico de éstas y de aquél resulta falseado en su base.
 b).- Los indicadores de impacto del paro. El afán por determinar de forma científica el impacto de una huelga general ha hecho que se utilicen cada vez más por parte de analistas y medios de comunicación una serie de indicadores del mismo. El más frecuentemente utilizado, por ser supuestamente el más fiable, es el aumento o disminución del consumo eléctrico. Desde mi punto de vista, sin embargo, es tan fiable como lo pueda ser contar a los visitantes de un parque. En primer lugar, el consumo eléctrico depende de la época del año, pues no es el mismo en verano, cuando hay más horas de luz natural, que en invierno, cuando hay menos, así que no parece que tenga mucho sentido utilizar este medidor para comparar entre si dos o más paros generales. En segundo lugar, nada hay que impida que un trabajador en huelga se levante al alba y encienda las luces de su casa. Y en tercer lugar, el consumo eléctrico es algo fácilmente manipulable. Cualquier empresario puede llegar a su fábrica a las tres de la mañana y poner en funcionamiento todas las máquinas. De hecho, en la ultima huelga general se han dado varios casos de ayuntamientos que han mantenido encendido el alumbrado urbano durante todo el día.
 c).- Los sectores movilizados. Es ya un lugar común afirmar que una huelga general ha fracasado porque el comercio no ha cerrado sus puertas. Utilizar el comercio como sector modelo para determinar el alcance de un paro de este tipo es una interpretación torticera de las relaciones de producción que se establecen en el seno de la sociedad. Cualquiera con unos mínimos conocimientos económicos y sociales sabe que el sector básico sobre el que se edifica la economía capitalista actual es la industria. Y que el que puede paralizar una nación es el transporte. Si estos dos sectores se paralizan una huelga general será un éxito. Aunque todas las tiendas estén abiertas y algunos empresarios sigan diciendo a sus trabajadores aquello de que “quién no venga a trabajar mañana que no se moleste en venir más”.

lunes, 12 de noviembre de 2012

De política e ideología


Existe en los últimos tiempos una misteriosa tendencia por parte del Gobierno y sus medios a descalificar cualquier acción que ponga en duda el acierto de sus decisiones y actuaciones añadiéndole el adjetivo de “político”. Así, se oye hablar de huelgas políticas, manifestaciones políticas o protestas políticas. Y el caso es que el adjetivo “político”, en lugar descalificar a la acción a la que se aplica lo que hace es, más bien, situarla en su justo lugar y medio. Todas las huelgas, todas las manifestaciones y todas las protestas son políticas, porque constituyen una reacción de la sociedad civil, -de la polis- contra los actos gubernamentales, actos que, en esencia, son también políticos. De esta forma la única respuesta que cabe ante una decisión política ha de ser precisamente una respuesta política. Cuando desde los foros afines al poder se tacha una protesta de política, pretendiendo así hacerla perder su legitimidad social es, sin embargo, el que tal hace o dice el que queda deslegitimado. Porque la impresión que deja es que, en realidad, lo que le ocurre es que tiene miedo de la política, del debate social, o más bien de que la política deje de ser una propiedad exclusiva suya para pasar a manos de aquéllos a los que legítimamente pertenece: el conjunto de la sociedad. Ahora bien, habida cuenta de que para el Gobierno y sus acólitos la política no es un fin en sí mismo, lo que como fundamentación de la sociedad debería de ser, sino un medio para obtener el poder, a lo que tienen miedo es a perder ese poder, poder que sólo pueden retener controlando el instrumento que se lo proporciona.
Es en este marco de deslegitimación de la política y afán de poder en el que se sitúa la confusión en la que, a mi juicio, caen todos aquellos que desautorizan las protestas políticas tachándolas, exactamente, de políticas. Quizás lo que quieren decir es que estas protestas, más que políticas, son ideológicas. Que la política es ideología es algo comprobable desde las dos concepciones tradicionales del término. Tanto en su sentido tradicional como conjunto de ideas, de ideas políticas, como en el sentido marxiano de conocimiento falso de la realidad. Porque uno de los objetivos de este falso conocimiento es alejar a los ciudadanos de la política. Y la política, entendida desde el marco de referencia al que nos estamos refiriendo, como instrumento de control del poder y, por lo tanto, como propiedad exclusiva de la casta gobernante, es una formación ideológica.
Pero aún hay más. Es evidente que un Gobierno democrático –y aquí por “democrático” entendemos salido de unas elecciones- tiene el derecho a legislar como le parezca oportuno, pues ese es el mandato que ha recibido de la población, tanto de aquéllos que le han votado como de aquéllos que no le han votado pero que, por el simple hecho de depositar su voto han aceptado las reglas del juego y han dotado de legitimidad al Gobierno resultante del proceso aunque, por supuesto, estos últimos –y también los primeros- puedan responder políticamente a las decisiones gubernativas con las que no estén de acuerdo. Lo que ya no está tan claro ni es tan evidente es que ese Gobierno, en vez de legislar para todo el conjunto social que es, al fin y al cabo, el que lo ha legitimado en el acto de votar, tenga derecho a hacerlo tan sólo para la facción mayoritaria que lo ha elegido. En ese caso, en vez de legislar políticamente lo está haciendo ideológicamente, poniendo sus ideas por encima de las ideas de aquéllos que no le han refrendado pero también forman parte del conjunto social. De esta forma, un Gobierno que legisla desde la ideología y no desde la política tenderá a pensar que cualquier censura política es ideológica, e intentará desprestigiarla acusándola de “política”. Que es exactamente lo que es.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Nación


La Nación es un sentimiento. Un sentimiento de pertenencia a un grupo y, por ello, de unidad y solidaridad con el resto de los miembros de ese grupo. Como sentimiento la Nación es, en primer lugar, irracional como todos los sentimientos, y, en segundo lugar, algo no natural (su fuera natural yo, por ejemplo, lo sentiría), algo fabricado culturalmente e imbuido en los sujetos por los mecanismos clásicos de socialización y culturización. Estas dos características son las que convierten a la Nación en el arma política perfecta, y ello en dos sentidos. Primero como instrumento para aunar voluntades, formar masas que seguirán ciegamente a un líder carismático  que se erige como personificación de la nación y que acaba constituyéndose, en este proceso, en la nación misma. Por eso, entre otras cosas, todo nacionalismo es excluyente. El nacionalismo no excluyente no existe, porque el sentimiento nacional y la formación de la masa convierte en el Otro a todo el que no comparte aquél ni forma parte de esta. Pero también el nacionalismo es un arma política desde el momento en que constituye la cortina de humo ideal.
Es así que la actual ofensiva nacionalista, tanto de un lado como de otro, del catalán como del español, puede analizarse desde esta doble perspectiva. Por un lado los nacionalistas catalanes, con el señor Más a la cabeza, lo único que pretenden es ganar las elecciones –un fin muy legítimo, por otro lado, aunque el medio no lo sea- y cualquiera que haya seguido el curso de los acontecimientos se habrá dado cuenta de ello: primero la calculada y prefabricada exaltación nacionalista de la “Díada”, después la convocatoria de elecciones y, por último, el amago de convocatoria de un referéndum –referéndum que no se va a convocar como ya ha dejado claro su supuesto convocante  al declarar que “no va a convocar una consulta para perderla”, así que, o hace trampas, o no la convoca, que es lo que tiene en mente desde el principio-. En resumen, el señor Mas está amenazando con la independencia para que le den más dinero  que pueda seguir sufragando sus victorias electorales. Y es que el nacionalismo, como todo sentimiento que no surge de la razón y de la dignidad humana que ésta implica, tiene un precio.
Por otro lado el nacionalismo español tiene como objeto exactamente el mismo: hacer que el PP vuelva a ganar las elecciones exaltando los ánimos anticatalanistas. En este bando quizás el acontecimiento más destacable sea  -dejando a un lado el desfile del 12 de Octubre, Fiesta Nacional, con lo cual ya queda todo dicho-  las palabras del Ministro de Educación hacer a de españolizar a los alumnos catalanes. Si bien la estulticia de este señor es harto conocida y todo lo que sale de su boca hay que tomárselo como es: una broma de mal gusto, es este caso la ocasión y el objetivo han estado bien elegidos. Ahí tenemos como muestra a los medios y los plumillas de la ultraderecha ladrando de nuevo y, lo que es peor, creando opinión pública. Lo más triste de todo es que se haya elegido como campo de batalla la educación, una de las pocas cosas que son –o deberían de ser- universales. Tanto el señor Wert, como el señor Mas, como todos aquéllos que le siguen el juego deberían de saber que la educación no sirve para catalanizar ni para españolizar, sino para humanizar, lo cual implica que un catalán o un español no son seres humanos completos si se quedan sólo en eso. Porque humanizar, entre otras cosas, es hacer que los sujetos dejen de ser unos paletos, que es lo que es aquél que no ve más allá de la barretina o la bandera rojigualda.
Y es que el auge nacionalista no tiene otro objeto que tapar la miserias de la crisis y de unos gobiernos –el catalán y el español- que la están gestionando según los intereses de la banca y las multinacionales que no entienden de naciones. Son los mismos perros con el mismo collar y mientras aparentan golpearse con una mano se hacen caricias con la otra. Lo cual no es de extrañar puesto que son dos gobiernos de derechas y el nacionalismo, como todo el mundo sabe, es siempre de derechas.