Existe en los últimos tiempos una
misteriosa tendencia por parte del Gobierno y sus medios a descalificar
cualquier acción que ponga en duda el acierto de sus decisiones y actuaciones
añadiéndole el adjetivo de “político”. Así, se oye hablar de huelgas políticas,
manifestaciones políticas o protestas políticas. Y el caso es que el adjetivo “político”,
en lugar descalificar a la acción a la que se aplica lo que hace es, más bien,
situarla en su justo lugar y medio. Todas las huelgas, todas las
manifestaciones y todas las protestas son políticas, porque constituyen una
reacción de la sociedad civil, -de la polis- contra los actos gubernamentales,
actos que, en esencia, son también políticos. De esta forma la única respuesta
que cabe ante una decisión política ha de ser precisamente una respuesta
política. Cuando desde los foros afines al poder se tacha una protesta de
política, pretendiendo así hacerla perder su legitimidad social es, sin
embargo, el que tal hace o dice el que queda deslegitimado. Porque la impresión
que deja es que, en realidad, lo que le ocurre es que tiene miedo de la
política, del debate social, o más bien de que la política deje de ser una
propiedad exclusiva suya para pasar a manos de aquéllos a los que legítimamente
pertenece: el conjunto de la sociedad. Ahora bien, habida cuenta de que para el
Gobierno y sus acólitos la política no es un fin en sí mismo, lo que como
fundamentación de la sociedad debería de ser, sino un medio para obtener el
poder, a lo que tienen miedo es a perder ese poder, poder que sólo pueden
retener controlando el instrumento que se lo proporciona.
Es
en este marco de deslegitimación de la política y afán de poder en el que se
sitúa la confusión en la que, a mi juicio, caen todos aquellos que desautorizan
las protestas políticas tachándolas, exactamente, de políticas. Quizás lo que
quieren decir es que estas protestas, más que políticas, son ideológicas. Que
la política es ideología es algo comprobable desde las dos concepciones
tradicionales del término. Tanto en su sentido tradicional como conjunto de
ideas, de ideas políticas, como en el sentido marxiano de conocimiento falso de
la realidad. Porque uno de los objetivos de este falso conocimiento es alejar a
los ciudadanos de la política. Y la política, entendida desde el marco de referencia
al que nos estamos refiriendo, como instrumento de control del poder y, por lo
tanto, como propiedad exclusiva de la casta gobernante, es una formación ideológica.
Pero
aún hay más. Es evidente que un Gobierno democrático –y aquí por “democrático”
entendemos salido de unas elecciones- tiene el derecho a legislar como le
parezca oportuno, pues ese es el mandato que ha recibido de la población, tanto
de aquéllos que le han votado como de aquéllos que no le han votado pero que,
por el simple hecho de depositar su voto han aceptado las reglas del juego y
han dotado de legitimidad al Gobierno resultante del proceso aunque, por
supuesto, estos últimos –y también los primeros- puedan responder políticamente
a las decisiones gubernativas con las que no estén de acuerdo. Lo que ya no
está tan claro ni es tan evidente es que ese Gobierno, en vez de legislar para
todo el conjunto social que es, al fin y al cabo, el que lo ha legitimado en el
acto de votar, tenga derecho a hacerlo tan sólo para la facción mayoritaria que
lo ha elegido. En ese caso, en vez de legislar políticamente lo está haciendo
ideológicamente, poniendo sus ideas por encima de las ideas de aquéllos que no
le han refrendado pero también forman parte del conjunto social. De esta forma,
un Gobierno que legisla desde la ideología y no desde la política tenderá a
pensar que cualquier censura política es ideológica, e intentará
desprestigiarla acusándola de “política”. Que es exactamente lo que es.
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