lunes, 27 de enero de 2014

Responsabilidad

 La responsabilidad, al igual que el deber, es uno de esos conceptos que suelen asociarse con un pensamiento conservador, incluso reaccionario. Sin embargo, la responsabilidad es la condición de posibilidad de la libertad, en tanto en cuanto la asunción de las consecuencias de nuestras acciones; acciones que, si no fueran libres, no generarían esa necesidad de asumir sus consecuencias, es decir, no generarían responsabilidad. De tal forma que, si el ser humano es libre –y necesariamente lo es- entonces es responsable de sus actos y es responsable de sus actos precisamente porque es libre. . de esta manera, y desde el momento en que una sociedad sólo puede ser entendida como un conjunto de individuos libres e iguales que entran en relación, la responsabilidad es la base de la sociedad y una sociedad donde sus miembros no asumen las responsabilidades derivadas de sus actos libres es una sociedad en descomposición  donde los individuos, al renegar de su responsabilidad, reniegan por lo mismo de su libertad entregándose ellos, y entregando por tanto a la misma sociedad, a un sistema totalitario.
 Si la responsabilidad se entiende como se ha descrito más arriba –como el fundamento de la libertad- no puede ser a la vez entendida como algo que viene impuesto desde instancias ajenas y exteriores al propio sujeto. Es decir, la responsabilidad no consiste en cumplir fielmente una obligación que se le impone al individuo. Uno no es responsable por obedecer un mandato, sino por obedecerse a sí propio o, lo que es lo mismo, uno no es responsable por realizar un acto, sino por asumir libremente las consecuencias de los actos que realiza. Y, volviendo al principio, uno sólo puede asumir las consecuencias de los actos que realiza si presupone que estos actos son libres.
 Es por ello que renegar de la responsabilidad de nuestros actos supone renegar de nuestra propia libertad. Es lo que Sartre denominaba “mala fe”. Aquel que no se considera responsable es porque no se considera libre, porque utiliza la excusa de la obediencia o el mandato –o de las circunstancias sociales, históricas económicas o políticas-  para no asumir las consecuencias de aquello que hace. Pero, y esa es la base de la mala fe, el ser humano es libre quiera él o no; está, también en palabras de Sartre, condenado a ser libre. Condenado a ser libre porque no tiene más remedio que serlo, porque no tiene más remedio que elegir entre una multiplicidad de opciones de acción –y no elegir también es una elección-  , elija lo que elija, desde el momento en que justamente elige, demuestra su libertad; porque siempre puede negarse a obedecer y, por ello, la consecuencias que se sigan de su acto de obediencia son responsabilidad exclusiva suya. Y condenado a ser libre porque es responsable del resto de los sujetos que le rodean en la medida en que sus actos libres tienen una repercusión en el resto del conjunto. Por eso negar la propia libertad e actuar de mala fe: porque se niega, o se elude, la responsabilidad con los demás y, por tanto, la propia condición humana.
 Aunque de lo dicho hasta ahora se desprende que todos tenemos una cierta responsabilidad para con los demás -la que nos hace ser seres humanos- en tanto en cuanto vivimos en una sociedad que tiene su sentido en el hecho de que está compuesta por ciudadanos libres, y por lo mismo la negación  de esa responsabilidad necesariamente conduce a la negación de la sociedad y su sustitución por un sistema en el cual sea el Estado el que asume esas responsabilidades, es decir, un sistema totalitario, hay que ser también conscientes de que la responsabilidad individual, en cuanto tal, tiene unos límites. Y de que la responsabilidad, como base de la libertad, solamente hace referencia al individuo: no hay, porque no puede haberla, una responsabilidad de la especie. Es por ello que todas aquellas teorías que exigen una responsabilidad con las generaciones venideras –una responsabilidad de especie, por tanto-, y que se encuadran en la denominada New Age, se sitúan necesariamente en un plano irracional. Porque es muy difícil desde la racionalidad –y también, por qué no, desde la razonabilidad- exigir a un individuo responsabilidad personal –la única que cabe, como hemos, visto- por acontecimientos que se producirán, si es que se producen, en un futuro más menos lejano e incierto –en todo caso, cuando él ya no esté vivo, y, por tanto, no pueda ser responsable de nada-  y que afectarán si es que afectan, a un número indeterminado de individuos por venir. Porque como decía Hume, nos es imposible saber que ocurrirá en el futuro.

viernes, 24 de enero de 2014

Bien / y 2


 Si el concepto de bien moral es difícil de definir, el de bien social lo es aún más. Identificado normalmente con la idea de “Bien Común”, no se trata sólo de establecer en qué consiste, sino también de determinar quién o qué decide lo qué es. Es decir, que si a la hora de hablar de bien moral la dificultad radicaba en delimitar la esencia de ese bien, al hablar de bien social la dificultad se duplica, pues ya no se trata tan solo de determinar la esencia de ese bien, sino también de dilucidar que instancias están legitimadas para acordar que la esencia del bien común es la que se decide y no otra.
 En la filosofía política clásica griega el problema de la determinación del bien común no se plantea. Desde el momento en que un individuo sólo es individuo en tanto qué es ciudadano o, lo que es lo mismo, dese el momento en que se considera que los sujetos no son más que partes de la sociedad –que es un todo que los trasciende-,que la sociedad es la meta a la que tienden y que sólo dentro de ésta pueden desarrollarse plenamente como seres humanos –el que no vive dentro de la polis es más que un hombre ,un Dios, o menos que un hombre, una bestia, pero no un hombre, dirá Aristóteles-, el bien común viene determinado por la propia polis y tiende a coincidir con el bien moral en tanto en cuanto sólo dentro de ésta puede el ser humano alcanzar este bien, es decir, puede realizarse como ser humano. De la misma forma el pensamiento político medieval va a considerar, en general, que en tanto en gobierno terrenal no es más que un trasunto del gobierno divino, que la ciudad terrenal es una copia de ciudad celestial y que los gobernantes lo son por gracia y derecho divino –por eso el poder político corresponde a la Iglesia y, en última instancia, a su cabeza visible: el Papa- el bien común viene determinado por Dios y coincide con él.
 Va a ser con la filosofía moderna y con la idea de individualismo inherente a la concepción del sujeto moderno, y concretamente con la figura de Rousseau, donde el problema de la determinación del bien común va a cobrar todo su sentido. Recordemos que para Rousseau el bien común vendría explicitado por una voluntad general a la que todos los sujetos deberían legarse, ya que es en ella donde desarrollarán plenamente su libertad. No es este el lugar para explayarse en un análisis profundo del pensamiento político rousseauniano, pero si cabe decir que cando uno lee a Rousseau –o al menos a mi así me ocurre- es muy difícil escapar a la impresión de que no queda nada claro qué cosa pueda ser la voluntad general y que, precisamente por eso, las reminiscencias totalitarias de la obra del ginebrino son muy difíciles de soslayar.
 Como hemos dicho al principio el problema de la determinación del bien común es doble, pues habría que señalar no sólo qué es el bien común, sino también que instancia lo instituye como tal. Puesto que no se trata ahora aquí de redactar un tratado sobre el bien común, diremos tal sólo que hay al menos dos posturas al respecto. La primara es aquella según la cual el bien común lo decide un sujeto o un grupo de sujetos –un élite- que se encuentran mejor preparados intelectualmente que el resto de la sociedad y es precisamente por ello por lo que están legitimados para legislar lo que conviene a todo el grupo social. Parece bastante claro que esta posición más temprano que tarde acabará generando un sistema totalitario. La otra postura mantiene la idea de que el bien común debe ser definido por un consenso entre toda la población. Esta postura, empero, supone la imposición a la minoría por parte de la mayoría de algo tan importante –y en principio parece que tan personal- como que es lo que debe resultar un bien para el individuo concreto. Y, por otro lado, supone la idea de que mayoría debe considerarse en posesión de la verdad sólo por ser mayoría,
 Parece, en fin, que ninguna de las dos posturas resulta satisfactoria, con lo cual quizás habría que concluir que el bien común no es más que lo que cada uno considere su propio bien, siempre y cuando éste cumpa con las dos condiciones básicas de ser razonable –respetar los derechos, y el bien, de los demás- y racional, en el sentido de que pueda ser deseable su universalización.

lunes, 20 de enero de 2014

Bien /1

El bien es el objeto de estudio último de la Ética en tanto disciplina de la justificación de lo moral. Si bien cotidianamente se accede a él de forma intuitiva –se sabe qué es bueno y qué no lo es, y ese saber es lo que guía a los individuos en su vida diaria-, ofrecer una definición de Bien, sin embargo, es algo más complejo. Así, Platón consideró el Bien como un ideal trascendente al entendimiento humano, el cual, aunque pudiera acceder en mayor o menor medida a dicho ideal, nunca podría llegar a aprehenderlo del todo, de tal manera que, en principio, el conocimiento del bien escapaba a la capacidad del intelecto humano. Es la concepción que posteriormente adopta el pensamiento cristiano, que identifica al Bien con Dios –el Bien Supremo- y, de la misma manera que no nos es posible saber cómo es Dios –sólo podemos saber cómo no es, como nos recuerda Tomás de Aquino- tampoco es posible llegar al conocimiento pleno del bien. Lo único que le cabe al ser humano –siguiendo la doctrina cristiana- es hacer lo correcto, es decir, obedecer los mandamientos de la Ley Divina, pero sin tener posibilidad alguna de conocer cuál es la fuente de la que emanan o, lo que es lo mismo, cuál es el criterio de bien en el que se sustentan. Frente a esta tradición platónica de absolutización del bien, los Sofistas –a los que a la larga nadie hizo caso (excepto Nietzsche), pues el cristianismo los convirtió, junto a otros, en los perdedores de la Historia de la Filosofía- habían considerado el Bien como algo relativo, dependiente de los sujetos, las sociedades y las épocas históricas la misma concepción, por cierto que en el siglo XVII va a mantener Spinoza –otro perdedor- cuando en su Ética afirme que “el bien y el mal siempre se dicen en sentido relativo”-.
 Van a ser Aristóteles y la escuelas morales helenísticas las que elaboren una concepción de Bien que no se presente como un ideal, sino más bien como la consecuencia de una serie de valores terrenales. Estos valores –ya sean la felicidad, el placer, la sabiduría o la tranquilidad de espíritu- acaban ocupando el lugar del Bien, de tal manera que se considera que el objetivo último del comportamiento humano es alcanzar éstos –ser feliz, ser sabio, u obtener placer- más que aquél –ser bueno-. 
 Sería dentro de esta tradición aristotélica donde habría que situar algunos de los más importantes intentos modernos de definir el Bien. Entre éstos es de destacar el intento utilitarista –la Ética kantiana se sitúa en un plano más platónico, al hacer depender el bien del Deber- de consideración de lo que es bueno. El Bien, para estos autores, viene definido por la máxima fundamental del utilitarismo, enunciada por John Stuart Mill:  “La mayor cantidad de felicidad para el mayor número de personas posible”. El Bien, si nos atenemos a esta máxima, no sería entonces más que un instrumento para alcanzar la felicidad o, dicho de otra manera, el único bien posible sería ese estado de máxima felicidad para el mayor número. Es por ello que los utilitaristas –y los autores que, sin serlo explícitamente, de alguna manera han considerado sus teorías, como Rawls y Sen- más que de bien van a hablar de bienes. Los bienes serían elementos materiales  -bienes básicos- que permiten alcanzar el estado de felicidad. Es por ello que la reflexión utilitarista –y de la de Rawls, Sen, Elster, Dworkin etc. en el pensamiento contemporáneo- se va a centrar en el cálculo del coste-beneficio que permita un reparto tal de esos bienes básicos que se haga posible que el mayor número de ciudadanos alcance el mayor grado de felicidad. Pero esta visión del bien, como se habrá comprobado, ya no es meramente moral, sino que tiene un fuerte componente social –si es que lo moral puede dejar de ser social-. En el fondo, el concepto de Bien planteado por los utilitaristas es el de Bien Común. Algo que merece una reflexión aparte.

viernes, 17 de enero de 2014

Justicia

 La tesis de partida desde la que se desarrollará el concepto de “justicia” es que éste tiene su raíz última en la moral. Intentemos entender esta idea, que puede resultar contraintuitiva desde un punto de vista histórico y social, pues podría parecer que la justicia, si es algo, es una virtud social y, por lo tanto, más cercana a lo normativo o lo legal que a lo moral. De hecho, en el pensamiento griego, donde podemos situar los orígenes de la concepción de Justicia, es posible rastrear las dos acepciones. Así, mientras que en platón la Justicia es una Idea, y por lo tanto ser sitúa en la esfera del deber ser ideal, formando parte de las llamadas “Ideas éticas”, las más cercanas a la Idea de Bien en la jerarquización platónica, y sólo en tanto tiene esta dimensión moral se convierte en virtud política –los gobernantes-filósofos lo son porque son justos, y son justos porque han alcanzado el conocimiento de las ideas de la Justicia y del Bien-, en Aristóteles, aun siendo también la Justicia una de las denominadas “virtudes éticas”, en tanto en cuanto éstas tienen que ver con el habito y con la práctica, adquiere una dimensión mucho más social. Así, la justicia, que se define como dar a cada uno lo que le corresponde –que en el fondo no es más que una adaptación de la vieja diosa “Diké” en cuanto enfrentada a la “Hybris”, el que algo se salga de su lugar natural o del papel que le asigna el destino- supone una experiencia continua que permita determinar a la Razón que es, precisamente, lo que le corresponde a cada uno.
 En todo caso la caracterización aristotélica de la justicia parece la que de forma intuitiva abarca de manera más satisfactoria lo que normalmente se entiende por ésta. La Justicia, así entendida, sería tanto el reparto de los bienes escasos –y entonces estaríamos ante lo que tradicionalmente se ha denominado “justicia distributiva”, donde, además, entra en juego el corolario que el `propio Aristóteles añade a su definición. “tratar de forma igual a los iguales y de forma desigual a los desiguales”- o, por otro lado, el reparto de los premios y los castigos, y entonces estaríamos ante una “justicia penal”, por decirlo así, o lo comúnmente se entiende por “Justicia”.
 Se decía al principio que la noción de Justicia tenía su origen en el viejo pensamiento griego. Sin embargo, en la idea actual de Justicia –la que todo el mundo tiene en su cabeza- está `presente la concepción hebrea de la misma: no en vano el concepto de justicia que hereda la cultura europea es el cristiano y en el cristianismo se mezclan las tradiciones griega y judía. El concepto hebreo de Justicia es, en primer lugar, normativo, puesto que emana del Talmud, la ley hebrea presente en el Antiguo Testamento, que, a su vez, se fundamenta en el Código de Hammurabi babilonio. Por ello, y en segundo lugar, tiene sus raíces en la Ley del Talión presente en dicho Código: “mano por mano, ojo por ojo, diente por diente”.
 Bien, esta es la “Justicia” que aflora cada vez que se oye hablar de que es necesario “hacer justicia”, o que las leyes son “injustas” o que una condena “no es justa”. Lo que se pide en estos casos es una pena –un reparto de los castigos- que se corresponda con el delito cometido –si alguien ha matado tiene que morir-, es decir, que se fundamente en la venganza y no en la razón. Pero un concepto de justicia que no se fundamente en la razón no es universalizable –como ya se ha dicho en otro lugar- de tal manera que si alguien mata a otro movido por un “sentimiento” de Justicia –o le condena a muerte- no puede desear que esa conducta se convierta en universal, pues eso significaría desear que también le maten a él y nadie, en principio, desea algo así. Por lo que la Justicia, que se debe apoyar en la razón, tiene entonces una base moral, de tal manera que las acciones que pretendan ser justas tienen que poder convertirse en universales. De esta forma cualquier conducta que no pueda universalizarse –y matar a alguien, como ya se ha visto, lo es- constituye un acción injusta.

lunes, 13 de enero de 2014

Moral

 La moral o “lo moral” hace referencia al comportamiento humano. En tanto en cuanto ese comportamiento es “humano” y no animal, la característica fundamental que determina aquello que es moral frente a lo que no lo es, es su posibilidad de universalización. Lo moral es específicamente humano y, en cuanto tal, debe poder ser extendido al resto de la especie, tanto presente como pasada y por venir. Es por ello que el ámbito de lo moral no se corresponde con el ámbito de lo correcto, o lo “bueno”: es mucho más estrecho y más reducido, pues lo correcto hace referencia al comportamiento que se debe seguir en unas determinadas circunstancias históricas, políticas o sociales, mientras que lo moral hace referencia al comportamiento que se debe seguir siempre para poder caracterizar a alguien como ser humano o, más exactamente, si alguien es humano debe adoptar determinados comportamientos morales, siempre y en cualquier circunstancia, que le distingan como tal. Así, mientras que la forma de lo correcto sería “X debe de hacer Y en las circunstancia Z”, la forma de lo moral rezaría “X debe de hacer Y” universalmente y sin restricciones.
 Si la característica que define un comportamiento moral es su posibilidad de universalización, entonces su fundamento ha de ser una facultad definitoria de lo humano. La fundamentación de la moral, por lo tanto, debe estar en la Razón, como aquello que define al ser humano. El ser humano es un ser racional que, precisamente por ello, por ser racional, es capaz de comportarse moralmente. Frente al emotivismo moral y otras corrientes que colocan el fundamento de la moral en el sentimiento, solo la razón es presumible de cualquier ser humano por el simple hecho de ser un ser humano –por ello, también, es presumible que un ser humano es capaz de comportarse moralmente por el simple hecho de ser un ser humano, cosa no presumible de los animales, de quienes no se espera un comportamiento moral, precisamente porque no son seres humanos-, algo que no ocurre con el sentimiento. En efecto, mientras que un comportamiento racional es reconocible en cualquier sujeto, puesto que el sujeto que juzga ese comportamiento también se comportaría así para que su conducta fuera racional –es decir, la conducta racional resulta objetivable- el sentimiento es subjetivo y exclusivo de cada individuo. Un individuo puede sentir lástima, por ejemplo, y guiar su comportamiento moral por este sentimiento, pero sólo él puede estar seguro de lo que él siente al sentir lástima. Si otro sujeto le comunica que él también siente lástima jamás podrá saber lo que siente este segundo sujeto y, a lo sumo, podrá imaginar que tiene un sentimiento similar al suyo. Es decir, supondrá que el otro siente lo mismo que él, con lo que medirá el sentimiento del otro a partir del suyo propio y jamás saldrá de la subjetividad de su propio sentimiento. De hecho, si es capaz de entender el significado del término “lástima” es porque supone en el otro lo mismo que él siente cuando siente lástima, pero no puede objetivar el contenido de este sentimiento, de tal forma que los dos sintieran exactamente lo mismo cuando sienten -o dicen que sienten- “lástima”. De esta forma, una moral sostenida en el sentimiento no puede ser universalizable, es subjetiva y, por tanto, no puede ser calificada de moral. Sólo la razón permite esta universalización y, por lo tanto, sólo ella puede fundamentar la moral.
 Esta fundamentación racional de la moral aparece ya en Platón, pero quizás quienes la determinaron de forma más exacta fueron Tomás de Aquino y Kant. El primero con su concepción de la ley moral que debe ser interpretada a través de la razón y el segundo con su caracterización del imperativo categórico. De hecho, sus dos formulaciones :” Haz el bien y evita el mal” en el primer caso y “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti” –una traducción libre de “actúa siempre de tal manera que la máxima de tu conducta pueda convertirse en ley universal”- en el segundo, son la expresión más clara de la universalización de la moral guiada por la razón.

viernes, 10 de enero de 2014

Razón

 Suele decirse que la característica definitoria del ser humano es la racionalidad. El ser humano es un animal racional, de la misma forma que es un animal político o un bípedo implume. En este sentido todos los pensadores que se han ocupado de dar una definición de ser humano han coincidido en destacar la racionalidad del mismo, bien para defenderla, bien para denostarla. Las diferencias aparecen a la hora de determinar en qué consiste el adjetivo “racional” que unido al sustantivo “animal” coloca al ser humano en un plano distinto al de sus congéneres no racionales. De esta manera, encontramos al menos dos caracterizaciones distintas de “racional”. Racional, en principio, es aquél que posee razón. Ahora bien, esta razón se puede entender o bien como la capacidad de tomar decisiones racionales, basadas en el cálculo del beneficio y la argumentación lógica, o bien como aquella facultad específicamente humana que, en sus diversas manifestaciones permite al individuo relacionarse con la realidad, comprenderla, conocerla y darle un sentido.
 La primera caracterización a las que nos referimos ya se trató en un artículo anterior. Aparece por primera vez en Aristóteles, para el cual la virtud es un término medio entre el exceso y el defecto, término medio determinado a su vez por la razón. Siendo así que la felicidad es la consecuencia de la virtud, la razón se convierte en el instrumento para alcanzar esa vida feliz. Es la concepción de razón que está presente en una rama de la Ilustración y que fue heredada, entre otros, por los utilitaristas y que en el artículo citado calificábamos como criterio amplio de racionalidad. 
 En la antigua Grecia, sin embargo, también surge la concepción de “Razón” como la facultad que relaciona al individuo con la realidad y que, por tanto, afecta también a ésta. El “Logos” como principio rector de una explicación racional de la Naturaleza significa que ésta tiene un orden marcado por las leyes naturales  y que estas leyes son comprensible por la Razón humana, lo que viene a querer decir que en si mismas son racionales, lo que a su vez convierte a la propia realidad en racional. Este es el mismo concepto de Razón que encontramos en Tomás de Aquino.Dios, como creador de la realidad y de la razón que la comprende, es él mismo racional y puede ser conocido por medio de procedimientos emanados de la razón –idea que, por cierto, provoca la condena de 219 de sus tesis en 1277-. Es la misma acepción de la Razón que encontramos en Kant: la razón como ordenadora del comportamiento, como creadora de la moral a partir de una ley universal y, por tanto, como determinadota de la realidad ideal que se manifiesta en el deber ser, en el reino de los fines al que debe tender el sujeto como individuo autónomo e ilustrado. El mismo concepto de Razón, en fin, que alcanza su máxima expresión en Hegel, para el que la Razón –la Idea- es la constructora de la realidad, de tal manera que “todo lo real es racional y todo lo racional es real”. 
 Dos son, por tanto, las características que definen a lo que podemos llamar Razón, más allá de la mera racionalidad instrumental de la toma de decisiones. La primera, que es un concepto que salta del individuo a la realidad, que convierte a ésta en racional y, por tanto, que hace a la realidad dependiente del sujeto. La segunda, y precisamente por lo anterior, es su universalidad. A no ser que caigamos en el solipsismo subjetivista de considerar a la realidad de cada uno como propia e intransferible, la razón es la que permite que todos vivamos en la misma realidad. Y es precisamente esta universalidad de la razón la que la convierte en la base de todo comportamiento moral.

martes, 7 de enero de 2014

Racionalidad

 La racionalidad tiende generalmente a confundirse con el acto de pensar. Así, de la misma manera que todo el mundo piensa, todos los individuos son racionales. Es más, la racionalidad es la nota definitoria del ser humano –somos animales racionales- hasta tal punto que Tomás de Aquino llegó a considerar como analítico el enunciado “el hombre es un ser racional”. Sin embargo, aunque sea verdad que todos los individuos piensan, no es menos verdad que no todos lo hacen racionalmente. Más que al hecho mismo de pensar la racionalidad hace referencia al proceso de toma de decisiones, proceso que si bien implica necesariamente el pensamiento –pues no se pueden tomar decisiones son reflexionar sobre lo que resulte más conveniente, o más adecuado o más correcto-, no siempre es un proceso racional. Es decir, podemos tomar decisiones irracionales, lo cual va más allá del hecho de equivocarse. Uno puede equivocarse al hacer una elección racional, a la que ha llegado por medio de un proceso de decisión racional. El error, por tanto, es racional. Por ello las decisiones irracionales no son ni acertadas ni erróneas: son simplemente irracionales.
 En este sentido es posible hablar de un criterio amplio y un criterio estricto de racionalidad. Según el criterio amplio serían racionales aquellas decisiones de acción que coincidieran o fueran consecuentes con los deseos y las creencias del individuo. Lógicamente, este criterio supone que los deseos y las creencias  son a su vez racionales y consistentes –no contradictorios-. Según este criterio nos encontraríamos, entonces, ante dos posibles formas de irracionalidad: aquella con la cual la elección no se correspondiera con los deseos y las creencias racionales del individuo, y aquella en la cual la acción coincidiera con los deseos y creencias irracionales del sujeto. Supongamos que una persona quiere curarse un cáncer, lo cual es un deseo racional. Él tiene la creencia racional que la única curación posible de su enfermedad está en la medicina y, aún así, acude a un curandero. Su acción es irracional puesto que, aunque sus creencias son racionales, su acción no ha sido consistente con éstas. Ahora bien, supongamos que el sujeto en cuestión cree que el curandero puede sanarle y, en consecuencia, acude a él. Se podría pensar que esta acción es racional, pues es consistente con las creencias del sujeto. Estas creencias, sin embargo, son irracionales, por lo que la acción deviene irracional. La gran mayoría de las acciones irracionales que los sujetos llevan a cabo son de este segundo tipo. Son consistentes con las creencias, por lo que aparentemente son racionales, pero son consistentes con creencias irracionales –que es lo que generalmente nadie se para a pensar- por lo que resultan igualmente acciones irracionales.
 Este criterio de racionalidad que suele sustentarse en el equilibrio coste-beneficio, puede calificarse de instrumental. Aun así, es el que los individuos usan en la gran mayoría de los casos en los que tienen que tomar una decisión en su vida cotidiana, Existe, sin embargo, un segundo criterio mucho más estricto de racionalidad, según el cual sólo sería racionales aquellas acciones que fueran universalizables, es decir, aquellas acciones que sería deseable que todos los individuos realizaran –lo que Rawls llama “razonabilidad” para distinguirlo de la mera racionalidad- Este criterio, como se puede comprender, no es un criterio instrumental, sino moral. No busca el beneficio del individuo sino el de la especie –y por tanto (algo que se suele olvidar) también el del individuo en tanto forma parte de la especie. Así, matar al alguien, aunque pueda parecer racional porque coincida con las creencias del sujeto y suponga un beneficio para él, no es moral, porque no es una acción universalizable: hay al menos un caso –el que afecta al sujeto que realiza la acción- en el que matar a alguien no es deseable o, lo que es lo mismo, nadie quiere que le maten. Pero, de a misma forma, tampoco el sacrificio por los demás es universalizable –y por lo tanto moral- pues si todos se sacrificaran por los demás no quedaría especie que se beneficiara del sacrificio o, lo que viene a ser lo mismo, la acción de Cristo –en el caso de que hubiera sido libre- no hubiera sido moral, ni racional, puesto que no es universalizable. Algo que, por cierto, comprendió muy bien Lutero.