jueves, 29 de julio de 2010

Confesados y empitonados I

 Hoy es uno de esos días en los que uno no sabe si escribir sobre toros o sobre curas. A mi me habría apetecido escribir sobre curas hasta que aparecieron los toros y lo embrollaron todo. Al fin y al cabo las dos especies suelen portar capa negra (capa: de pelo en el caso de los cuadrúpedos, de tergal en el de los bípedos, aunque a estos últimos también les conviene la capa de negra de los vampiros) y se encuentran dentro del género de los cornúpetas, aunque los cornúpetas de cuatro patas sean más nobles y menos peligrosos que los de dos.
 El caso es que andaba a vueltas con la significación y la importancia de las leyes a raíz de la declaraciones del obispo de Burgos, cuando de pronto el Parlamento Catalán aprueba una nueva ley que, a lo que se ve, parece ser la madre de todas las leyes. Pero vayamos por partes, a fin de captar en toda su extensión el absurdo que se encierra tras estos acontecimientos. Resulta que el susodicho Obispo de Burgos espetó hace unos días que la ley del aborto no era una ley, y que por lo tanto no generaba obligación. Desconozco que es lo que este señor entiende por ley, y sobre todo cuál es el fundamento de legitimidad que según él debe de tener (aunque lo imagino), porque hasta donde yo sé la ley del aborto la aprobó el Parlamento Español (que no el catalán, en este caso) y es una ley democrática, que es la única legitimidad exigida a las leyes en un Estado de Derecho. Así que el señor Obispo de Burgos, o es un antidemócrata convencido (que lo es, no les quepa ninguna duda, porque un obispo no puede ser demócrata) o no sabe de lo que está hablando, que seguramente también. Habría que explicarle al señor obispo qué significa que una Ley democrática “obligue”. La ley del aborto no obliga a abortar –que parece ser que es lo que entiende el prelado- sino que regula y asegura un determinado derecho, que es el que tiene toda mujer a disponer de su cuerpo como le venga en gana. Es en este sentido en el que obligan las leyes democráticas: como garantes de la connivencia entre los ciudadanos En última instancia, viendo que para nuestro obispo cada uno puede cumplir las leyes que quiera, y teniendo en cuenta que para mí la palabra de Dios no constituye ningún fundamento legal (ni moral), a partir de ahora voy a seguir su ejemplo y voy a tomar el nombre de Dios en vano, no voy a santificar las fiestas, voy a fornicar, a desear a la mujer de mi prójimo, voy a pecar de pensamiento palabra y obra, no voy a amar a mi prójimo como a mí mismo ( entre otras cosas porque eso es imposible) y desde luego que no voy a amar a Dios sobre todas las cosas. No mataré, ni robaré, ni mentiré, pero no porque me lo diga Dios, sino porque me lo dice mi conciencia, algo que dudo mucho que pueda decir el Obispo de Burgos. Al fin y al cabo, como en los mandamientos de la ley de Dios no se prohíbe explícitamente la pederastia, supongo que, como todos los jerarcas católicos, pensará que no se infringe ninguna ley practicándola. Al contrario, recordemos aquello de “dejad que los niños se acerquen a mi”.
 Y a todo esto, el gobierno español, que protege a la iglesia Católica y le paga todos sus caprichos (verbigracia el Encuentro del Papa con la Juventud Cristiana en 2011) se mete en un lio histórico con los toros catalanes. Y la verdad es que sobre este asunto hay muy poco que decir, a no ser que nos movamos en los niveles del absurdo. Desde un punto de vista ilustrado es una medida que se tendría que haber tomado hace muchos siglos, no en Cataluña, sino en toda España. Y desde un punto de vista político, un Parlamento tiene la capacidad de tomar las decisiones que le de la gana. El problema por lo tanto es de las competencias que tienen cada una de las taifas que constituyen este Estado de película de los Hermanos Marx. Pero como el absurdo abarca temas tan dispares como el nacionalismo, la demagogia, las tradiciones atávicas o la necesidad de crear cortinas de humo, dejaremos este asunto para la próxima semana.

sábado, 24 de julio de 2010

Abstención y responsabilidad

 Últimamente hemos asistido a varias votaciones parlamentarias que muestran de manera clara la calidad de la clase política que no toca sufrir y padecer –y que en el fondo nosotros mismos nos hemos buscado, porque sigue siendo cierto el adaggio de que cada pueblo tiene el gobierno que se merece-. Me refiero a las votaciones para convalidar los decretos del Gobierno que ponían en marcha las medidas de ajuste económico y la Reforma Laboral. Como todo el mundo sabe –o no, teniendo en cuenta que estamos inmersos en plena resaca del Mundial de fútbol- estas dos votaciones las ganó el Gobierno gracias a la abstención masiva de la gran mayoría de los Parlamentarios –en el segundo caso- y de un grupo político en el primero. Es decir, que la postura que todos los partidos políticos sin excepción combaten en época de elecciones es la misma que ellos adoptan a la hora de tomar decisiones políticamente difíciles y socialmente incomprensibles. Esto en castellano se puede llamar de dos formas: cobardía o cinismo, pero en ningún caso responsabilidad, que es la rueda de molino que se intenta hacer tragar a la población española entre partido y partido, o al menos a aquellos a los que el fútbol y La Roja nos importan más bien un rábano.
 Si uno no está de acuerdo con algo simplemente se opone. Lo que no hace es tomar una decisión que permite que ese algo salga adelante. Esto es pensar con los pies. Ni siquiera desde el punto de vista de la racionalidad económica la postura de los grupos parlamentarios que se abstuvieron en las votaciones antedichas es racional. Teniendo en cuenta la opinión de la sociedad en su conjunto, lo que en Teoría de Juegos se llama el minimax (aquella decisión que otorga las máximas ganancias con el menor número de pérdidas, o la decisión que constituye la mínima ganancia –el mínimo de los máximos-) hubiera sido votar en contra. Las propuestas no se habrían aprobado, lo que hubiera forzado a un adelanto de las elecciones. En éstas, los partidos que votaron en contra, o bien hubiesen mantenido su nivel de votos, con lo cual no hubieran perdido crédito electoral o bien lo hubieran aumentado a costa del partido en el Gobierno, lo que hubieran significado una ganancia. Como yo no creo que un partido político actúe de forma irracional (más bien disfraza de irracionalidad decisiones perfectamente racionales) no queda más remedio que pensar que en el fondo estaban de acuerdo con los asuntos aprobados, pero mostrar ese apoyo públicamente vía votación parlamentaria les hubiera restado votos. Así que no se hable de una decisión responsable: es una decisión cínica.
 Se supone que en una democracia el Parlamento no es más que la representación de la voluntad popular, que es quien realmente posee el poder soberano. Cuando los parlamentarios hablan de responsabilidad de Estado y esta responsabilidad choca con los intereses del pueblo al que representan algo funciona mal en el sistema. Los intereses del Estado no pueden ser distintos de los intereses de la sociedad que lo forma, así que lo único que cabe pensar es que son los grupos parlamentarios los que deciden cuáles son esos intereses del pueblo. Ellos, que no son más que representantes, se arrogan el derecho de decidir qué es lo que interesa a la sociedad, cuál es el bien común. Sin embargo, esos intereses son los suyos particulares, no los de sus representados, de tal forma que los representantes pierden toda su legitimidad, puesto que ya no se representan más que a sí mismos. Así que, o se engaña a la sociedad hablando de responsabilidad o el sistema revienta.
 De todos modos, como mi único deseo es ser un buen ciudadano voy a tomar ejemplo de la decisión tan moderada que han tomado Sus Señorías y en las próximas elecciones yo también me voy a abstener.

jueves, 15 de julio de 2010

Yo no soy español, español, español

 Probablemente la estupidez más grande que se ha podido escuchar en los últimos tiempos han sido la declaraciones de la Ministra de Economía (o de lo que sea) Doña Elena Salgado afirmando que la victoria de España en el Mundial de Fútbol va a hacer que aumente el PIB. Uno se pregunta que será lo próximo:  que si el aumento de la edad de jubilación va a hacernos rejuvenecer o que si la rebaja de los salarios va a permitirnos perder peso y ser así más sanos. Si alguien ha salido beneficiado económicamente de todo este despropósito nacional que ha supuesto una simple competición deportiva han sido las tiendas de “todo a cien” que se han puesto moradas de vender banderitas.
 Admitida la tontería, empero, hay que analizar el contexto en el que ha sido enunciada. El intento cada vez más manifiesto de mantener a la población en la idiotización más absoluta, algo que ya supera la exportación de ideología y pasa a ser un puro lavado de cerebro, una inmersión sin precedentes en un pensamiento más único que nunca, conduce a que se acabe confundiendo la política con un juego. La consecuencia inmediata es que, a fuerza de insistencia ideológica por parte de políticos y medios de comunicación, la ciudadanía, y no sólo la ciudadanía, sino los propios políticos y medios, caen en la ilusión irracional de que, si la política es un juego, entonces el juego tiene que ser la Política. Así, algo tan nimio como un partido de fútbol acaba siendo el catalizador de una ola de patriotismo y nacionalismo desenfrenados, algo que por supuesto le viene muy bien a los que ocupan el poder, pues mientras la población se emborracha, literal y metafóricamente, en celebraciones patrioteras, pierde de vista los problemas reales que le afectan. En el fondo da igual que se mueran de hambre: han dejado de ser ciudadanos libres para convertirse en una masa fácilmente manipulable. El problema es que al día siguiente, o al mes siguiente o cuando todo esto haya pasado ya al lugar ridículo que le asigna la Historia, de alguna manera habrá que seguir manteniendo viva la ilusión.
 Todo nacionalismo se fundamenta en unos mitos fundacionales, irracionales en tanto son mitos. Los antiguos mitos sobre los que se edificaban los distintos nacionalismos patrios –El Cid, Aitor o Sant Jordi- han sido sustituidos por otros que se llaman Casillas, Iniesta o Villa. No es de extrañar que el Presidente del Gobierno e Intereconomía digan al unísono que la Victoria en el Mundial ha servido para crear un nuevo espíritu de unidad nacional: por el Imperio hacia Dios a través de una pelota. Pero un sentimiento irracional como es el nacionalista suele ser muy voluble y no tardaremos mucho en ver como cada “nacionalidad histórica” se arroga sus mitos y la victoria.
 En estas circunstancias yo no soy español. No puedo sentirme orgulloso de pertenecer a una nación donde cinco millones de parados, un déficit disparado, unos sueldos de hambre, una educación inexistente, una corrupción política galopante, unas diferencias sociales cada vez más acusadas o una incultura feroz pasan a segundo plano ante una victoria deportiva, sea ésta la que sea. Mientras que en el momento en que la realidad aprieta entonces el enemigo, el culpable, no es quien maneja las riendas, sino el vecino de al lado, el trabajador del metro, el maestro o la cajera del supermercado. Un país que da asco. Yo me sentiría orgulloso de ser español si tuviéramos 300 premios nóbeles, como esos mantas de los norteamericanos, los ingleses o los alemanes, a los que hemos demostrado de lo que somos capaces, pero no porque lo único que nos distinga sean once tipos que le pegan más o menos bien a un balón.

jueves, 8 de julio de 2010

Tontos todos

Si uno mira a su alrededor puede encontrar tontos, imbéciles, idiotas y españoles. Esta última categoría yo la descubrí ayer a eso de las diez y media de la noche, aunque ya tenía serias sospechas de su existencia. Más o menos a esa hora un clamor se elevó desde todos los lugares de nuestra geografía. En un principio pensé que nos habían subido el sueldo a todos los españoles, más tarde se me ocurrió que quizás los cinco millones de parados habían encontrado trabajo y también elucubré que semejante algarabía se debía a que los jugadores de nuestra selección habían decido repartir los 600000 euros de prima entre todos sus compatriotas. Al fin y al cabo, y según el spot de una conocida marca de cerveza quien esta jugando el mundial no es un equipo, sino un país. Así que, como país, a todos nos debería corresponder algo de la recompensa. Por cierto, que dicha marca de cerveza acompaña su patriotismo con insultos y amenazas a todos los equipos (el resto son equipos, no países) que se enfrentan con La Roja. Todo eso pensé, pero como ustedes ya se habrán dado cuenta, estaba equivocado: lo que pasaba es que la selección española de fútbol había ganado un partidito, algo que por supuesto es mucho más importante que todas las razones que, en mi infinita ingenuidad, consideraba como causantes de la exultante alegría.
Aun así, una profunda duda asaltó mi mente. Si yo no puedo fumar en un bar porque puedo molestar a alguien, ¿por qué una banda de energúmenos descerebrados pueden impedir dormir a todo un país sin que al Gobierno se le ocurra hacer una ley que lo impida?. ¡Bendita inocencia!. Porque los políticos velan por nuestro bienestar y porque no nos preocupemos de cosas que sólo les atañen a ellos, como el paro, la crisis o la corrupción. El resto de la población estamos mejor como estamos: absolutamente imbecilizados, narcotizados, castrados, buenos ciudadanos hijos predilectos de la LOGSE. Ya lo dijo el fin de semana pasado el periódico más importante del País: los éxitos deportivos (fútbol, tenis, motociclismo, ciclismo) permitían un rayo de esperanza ante la penuria económica. Y nuestro inteligentísimo y competentísimo Presidente del Gobierno remachó la jugada afirmando que nos aproximábamos a Alemania en algo tan crucial como el balompié.
 Así que entre la cerveza y los medios de comunicación ha surgido una corriente de sano patriotismo que se refleja en las innúmeras banderas nacionales que adornan balcones y escaparates, más numerosas cuanto más pobre y miserable sea la zona en la que ondean. Lástima que no se nos ocurra ser patriotas en cosas mucho más simples, como declarar el IVA o pagar los impuestos. De todas formas todos sabemos que eso no es de patriotas, es de tontos, y que para demostrar nuestro amor a la patria lo que hay que hacer es criminalizar a los trabajadores del Metro porque, como estamos tan contentos con la victoria española, al día siguiente todos tenemos unas ganas tremendas de ir a comentar el partidito con los compañeros de la oficina. Perdón quería decir que tenemos ganas de ir a trabajar, precisamente para demostrar ese patriotismo tan nuestro.
 Y que nadie piense que todo esto tenga que ver con una cortina de humo que lanza el Gobierno para tener drogados a los ciudadanos y que no piensen en otras cosas. Eso es una falacia antipatriótica. Y para demostrarlo hasta yo voy a hablar de fútbol para terminar, porque quiero ser un españolito normal, un ciudadano corriente y no un bicho raro o un elemento subversivo. Espero que cuando España gane el mundial (me atrevo a lanzar una apuesta: Holanda 0 España 1, gol a partir del minuto ochenta de juego), nadie vuelva a criticar la forma de jugar de Italia. ¡A por ellos!. ¿A por quién?. ¡Ay, que miedito!

jueves, 1 de julio de 2010

Si estamos en huelga, estamos en huelga

 En los Mínima Moralia Adorno se pregunta dónde está el proletariado. Desde luego, y hasta dónde podemos saber, no está en las barricadas, que es dónde debería. En el modo de producción capitalista (ese en el que vivimos) los medios de producción son propiedad del empresario, mientras que la fuerza de trabajo es propiedad del trabajador. Como los medios de producción sin fuerza de trabajo no sirven para nada, el empresario se ve obligado a ponerlos en manos de los trabajadores para que cumplan su función de generar beneficios y capital. Ahora bien, esta necesidad del sistema es a la vez lo que constituye la fuerza de la clase trabajadora, pues al tener bajo su control los medios de producción pueden paralizarlos en cualquier momento, paralizando así también la generación de plusvalía, de capital y colapsando el propio sistema. En estas premisas tan simples se fundamenta una huelga: en paralizar los medios de producción (todos aquellos que produzcan beneficios para el empresario). Por ningún lado aparece aquí la idea de servicios mínimos ni nada por el estilo. Los servicios mínimos se justifican porque los propios huelguistas consideran que paralizar determinados medios de producción puede causa perjuicios al resto de la clase obrera. De esta manera, dichos servicios mínimos hacen referencia tan sólo a servicios esenciales. No existen huelgas salvajes: existen huelgas bien hechas o pseudohuelgas que no sirven para nada
 Desde estos presupuestos tan básicos, repito, parece evidente que el Metro no es un servicio esencial (porque uno se puede desplazar en autobús, en coche, en taxi, en tren, en bicicleta, en patinete o andando), como puede serlo la policía, los bomberos o las urgencias de un hospital, por lo cual no parece necesario establecer servicios mínimos en el Metro (como tampoco lo es establecerlos en un colegio, por ejemplo). Y mucho menos cuando esos servicios mínimos están siendo utilizados por las empresas y los gobiernos que les sirven como un método de reventar cualquier huelga. Los servicios mínimos, en la actualidad, no se pactan, se imponen por parte de las empresas y la Administración. Y cuando en un servicio tan poco esencial como el Metro se imponen unos servicios mínimos del 50% de la plantilla (mucho más del servicio que se presta, por ejemplo, un día festivo) entonces lo que está intentando la empresa es reventar la huelga, y no dar un servicio a la ciudadanía.
 Esto parece sencillo de entender. Y sin embargo no se entiende. Y no por parte de los empresarios, que saben perfectamente a lo que están jugando, sino por parte de los ciudadanos, de los proletarios. Así que volvemos a la pregunta del principio: ¿Dónde está el proletariado?. Es evidente que el proletariado como clase en sí existe. Y cada vez más si se define como aquella clase explotada por la clase dominante. Lo que no parece tan claro es que exista como clase para sí, que tenga conciencia de su propia situación como clase obrera, conciencia de clase. Sólo así se explica que los usuarios del metro, en vez de cargar contra quien deberían, que es la Empresa y el Gobierno del PP de la Comunidad de Madrid, que le ha rebajado el sueldo a unos trabajadores como ellos, lo hagan contra los obreros. Siempre es fácil atacar al débil, en vez de a los verdaderos culpables. Porque si hay déficit estatal, porque si hay una crisis de deuda, porque si se rebajan los sueldos de los trabajadores es porque los gobiernos se han dedicado a regalar dinero a los bancos, que son los que han creado toda esta situación, y ya va siendo hora de que esto se diga. Pero es que además este ataque se produce aduciendo que los trabajadores del Metro están defendiendo unos supuestos privilegios: cuando un derecho de todos los trabajadores (el derecho a un trabajo estable y a un sueldo digno) se confunde, por parte de los propios trabajadores, con un privilegio, es que algo funciona mal, muy mal. O muy bien, según se mire: porque todos esos que tanto se quejan de que los trabajadores del metro no les permiten llegar a su ración diaria de explotación, unas horas más tarde gritan como energúmenos delante de un televisor porque juega la selección española. Y seguramente al día siguiente ya no se acuerden de que su jefe les puede bajar el sueldo en cualquier momento, de que tienen un trabajo de mierda con un salario de mierda, de que son candidatos a engrosar las filas de los cinco millones de parados, de que no son más peones bien enseñados del sistema: no, lo único que se les queda en su cabeza es que España ha ganado el partido. ¿Dónde está el proletariado?, en un bar viendo el fútbol.