En el
panorama político y social de este país existen una serie de asuntos
recurrentes que, de vez en cuando, vuelven a la palestra mediática y pública,
para regocijo de unos y pasmo de otros. Uno de esos temas –junto al aborto o el
terrorismo de ETA, por ejemplo- es el de Gibraltar –así, sustantivado, dotado
de esencia propia-. Cualquiera que tenga dos dedos de frente y, sobre todo, no
esté cegado por los mitos nacionalistas, que en el fondo no son sino una
transfiguración simbólica de intereses económicos, se dará cuenta de que el contencioso que el actual gobierno
mantiene, una vez más, con la colonia británica, no es más que un intento,
bastante torpe por otra parte, de desviar la atención de los problemas que le
acucian –que son muchos y muy variados-, intentando agitar un sentimiento
nacionalista en las capas más ignorantes y ultramontanas de la población, lo
cual le permite ganar ante estas masas el prestigio y sobre todo la legitimidad
que ha perdido en su acción política. Es la forma prototípica de actuar de las
dictaduras totalitarias. Lo más curioso del caso es que, de momento, al único
al que está beneficiando este embrollo es al gobierno británico, al que tampoco
le iban demasiado bien las cosas y que ha aprovechado la inepcia de los
gobernantes españoles para crear su propia ola de nacionalismo fanático –de
esto los ingleses también saben mucho- con despedida multitudinaria y
patriótica de los barcos de la Armada de Su majestad que partían hacia el
Estrecho, cual de si un nuevo Trafalgar se tratara.
Y es que los excesos nacionalistas
acaban conduciendo a situaciones totalmente carentes de sentido, como el que se
haya plantado en algunos foros la oportunidad de crear un equipo de juristas internacionales
que examinen la validez de las cláusulas del tratado de Utrecht –en el mismo
sentido se podría intentar solucionar el problema de Oriente Medio examinando
la validez jurídica del relato bíblico de Moisés-. Con ser éste uno de los más
llamativos de los absurdos a los que conduce está situación, no es, sin
embargo, el único, y así hemos podido escuchar al ministro de Asuntos
Exteriores amenazar con aliarse con Argentina frente al Reino Unido en la ONU,
esa misma Argentina a la que hace unos meses el mismo ministro acusaba de
querer provocar un conflicto internacional por expropiar la filial de Repsol,
YPF. O en la misma línea, proponer una reunión cuatripartita entre España, Gran
Bretaña, Gibraltar y ¡Andalucía!, que uno piensa, que, ya puestos, por qué no
Mondoñedo, -los ingleses que, si no más listos si que son más serios saben que
se trata de un asunto entre estados soberanos, cosa que no son ni Gibraltar ni
Andalucía-. Y de la misma forma vemos y oímos a los amigos de ERC
solidarizándose con el pobre pueblo gibraltareño –el mismo que vive del
blanqueo de capitales y el contrabando- frente a la extorsión y la agresión
españolas, olvidando que el pueblo gibraltareño es una colonia del Reino nido,
y que es el imperialismo británico -o
sus restos- lo que está en juego. Y que, de momento, los únicos que anulan las ansias
de libertad y de independencia de los gibraltareños –si es que existen- son los
británicos. El sueño del nacionalismo –y el olvido de la razón-
produce monstruos deformes e irreconocibles. Y así como el nacionalismo
franquista utilizaba los grupos de coros y danzas regionales y los trajes típicos
de cada territorio para ensalzar la variedad y al mismo tiempo la unidad (la unión
de destino en lo Universal) de España, ahora los distintos nacionalismos
periféricos utilizan los mismos grupos de coros y danzas regionales y los
mismos trajes típicos para resaltar su identidad nacional. Cosas veredes.