viernes, 20 de junio de 2014

Educación y nuevas tecnologías

Los jóvenes de hoy en día tienen su mente estructurada para obtener una satisfacción inmediata de los estímulos que reciben. Su educación, fundamentada sobre todo en la televisión y los videojuegos, los ha hecho así, de tal forma que cualquier actividad que implique un esfuerzo y cuya satisfacción se dilate en el tiempo es rechazada de forma automática. Es por ello que son ellos mismos los que exigen un sistema memorístico, ya que el esfuerzo de estudiar de memoria unos cuantos apuntes es mucho menor que el de comprenderlos y la satisfacción, cuando se trata de estudiar para un examen y obtener la calificación uno o dos días más tarde, mucho más inmediata que la que puede ofrecer una reflexión pausada de una serie de contenidos. Reflexión que, posiblemente, no de resultados sino muchos años más tarde. De esta forma, cuando los contenidos que se imparten en el aula no se corresponden con esta exigencia de satisfacción, los alumnos se aburren, y como se aburren están legitimados, parece ser, para obviar las más elementales normas de disciplina. 

 Es un mito muy extendido que los adolescentes quizás no sepan quién era Cervantes, pero tienen un conocimiento amplio de las nuevas tecnologías. Cuando en una clase tienes que decirles a los alumnos que presentan trabajos escritos en un ordenador que en los procesadores de texto existe una herramienta llamada “corrector ortográfico”, cuando son incapaces de hacer una búsqueda selectiva en Internet, cuando no pueden diseñar una página Web con cualquier programa sencillito e intuitivo, cuando son incompetentes para hacer un blog porque ni siquiera saben lo que es, cuando desconocen la forma de entrar en un foro de discusión, cuando un profesor –como es mi caso- les cuelga los apuntes en su propia página y sólo el diez por ciento de los alumnos los consultan, porque el resto no sabe navegar por ella, entonces queda claro que sus conocimientos de las nuevas tecnologías quedan reducidos al “tuenti”, los videojuegos y algunas funciones de su teléfono móvil. Mal que les pese a los mitólogos de la educación lo cierto es que la gran mayoría de los profesores están bastante más preparados para las nuevas tecnologías que sus alumnos.

lunes, 9 de junio de 2014

¿Era Marx un indignado?

Si hubiera que buscar un rasgo definitorio en el maremágnum ideológico  -en todos los sentidos del término “ideológico”-  en que se ha convertido la izquierda actual, éste habría de ser que, de una u otra manera, comparta, participe o tenga alguna reminiscencia del pensamiento de Marx. Incluso en el caso de la socialdemocracia, que ha renegado oficialmente del marxismo, no cabe duda de que sus orígenes remotos se encuentran en éste. Mucho más, entonces, cuando nos referimos a movimientos que se autocalifican como marxistas. Esta es una hipótesis que puede ser discutible –la de que la izquierda, para ser izquierda, debe de alguna manera ser marxista- pero espero que, al menos, se me permita elegir mis propias hipótesis.
            Desde esta premisa vamos a analizar los últimos movimientos aparecidos en el panorama de la izquierda española, y vamos a intentar responder a la cuestión de si la indignación en la que se sustentan cabe en un planteamiento marxista o, si los planteamientos de Marx pueden, de alguna manera, tener su origen en la indignación o en algún otro sentimiento similar, como paso previo a considerar si estos movimientos pueden ser calificados de marxistas. La respuesta al primer planteamiento es no. Y no por tres razones distintas e interconectadas. La primera de ella es metodológica e inducida a partir de los escritos económicos de Marx, aquéllos que contienen el peso específico de su pensamiento –a pesar de Althusser- y tiene que ver con la complejidad conceptual de sus nociones básicas. Las otras dos, de carácter polémico, se encuentran explícitamente formuladas en la obra marxiana y tienen que ver con su crítica al filantropismo –o filantropía- y al socialismo utópico.
            Las piedras angulares del pensamiento de Marx son los conceptos económicos. Nociones como fetichismo de la mercancía, valor, plusvalía, fuerza de rabajo o relaciones de producción, tienen su origen en la economía política clásica y en el análisis de Marx se convierten en conceptualizaciones complejas que sirven para explicar no sólo como se comporta el sistema económico, sino también cuáles son los fundamentos teóricos para poder transformarlo. Por otra parte, la consideración de la trasposición del producto en mercancía o el análisis de la prevalencia del valor de cambio sobre el valor de uso se apoyan en una concepción dialéctica heredada de Hegel y trasfigurada en materialismo histórico. En ninguna de estas concepciones que, repito, son la base del pensamiento marxiano, es posible encontrar ni un solo rastro que nos indique que tienen su origen en un sentimiento, por muy racionalizado que éste pueda estar.
            Por otro lado, en el Manifiesto Comunista, Marx y Engels caracterizan lo que ellos denominan como “socialismo burgués” como filantrópico. La filantropía se define como “el amor a la humanidad”, como sentimiento entonces y, por tanto, se activaría a partir de los sentimientos que provoca el sufrimiento de aquello que se ama, en este caso la humanidad. Para Marx, la filantropía no es más que una manera de maquillar el sistema capitalista, pues olvida cuales son las causas –susceptibles de ser estudiadas científicamente- que provocan ese sufrimiento; es el instrumento de los poderosos para seguir manteniendo intactas las estructuras sociales y, a  lo sumo, a lo más que conduce es a un reformismo superficial. La filantropía sería el trasunto laico del cristianismo.
            Por último, Marx definió su socialismo como “científico” y lo enfrentó a las corrientes anteriores del socialismo utópico. Así, el consideraba que su sistema su fundamentaba en leyes científicas –en concreto en leyes económicas e históricas que, es cierto, se podría discutir si son realmente científicas- frente al socialismo utópico que tenía su raíz en los sentimientos que provocaba la contemplación de las condiciones de vida de los trabajadores en el modo de producción capitalista y que, como en los casos de Owen o Fourier, se encauzaba a intentar paliarla en lo posible.

            Uno puede estar indignado, uno puede ser un indignado, por supuesto, incluso puede ser un marxista indignado (el propio Marx si levantara la cabeza y viera la situación de la izquierda española, con la que, por cierto, le unían lazos estrechos, se indignaría y mucho). Pero un indignado marxista mucho me temo que es una contradicción en los términos.

martes, 3 de junio de 2014

¿República?. ¿Qué República?

Qué ganas tengo de vivir en un país normal. Un país normal donde acontecimientos normales –aunque importantes- se desarrollen de forma normal. Pero no, aquí de todo tenemos que hacer una tragedia griega. No me imagino yo a los monárquicos franceses –que hay muchos- pidiendo un referendo cada vez que un presidente termina su mandato, ni los republicanos holandeses –que hay muchos, no en vano la República se inventó en Holanda- pidieron un referendo tras la abdicación de la reina Beatriz. Pero cada día estoy más convencido de que aquí tenemos un déficit racional situado a nivel genético profundo. Aún así, quiero pensar –más bien estoy seguro- que los grupos que promueven ese referendo son conscientes de que no se va a celebrar y que sólo están realizando movimientos tácticos de cara a las próximas elecciones, comportándose de forma racional en suma. Sólo así se explica que se pida ahora, y no hace diez años -pues en tanto modelo de Estado la situación es la misma- cuando, con la economía viento en popa y toda la población con su chalet, su coche nuevo y su televisor de cincuenta pulgadas, plantear una transición republicana hubiera sido un suicidio político. De la misma forma están tomando posiciones el PP y el PSOE; y atentos al PSOE: si Juan Carlos tuvo su político, que fue Suárez, Felipe tiene el suyo que es Eduardo Madina.
            Pero vamos a suponer que, a pesar de todo, dicho referendo se lleva a cabo, lo cual, en puridad, no sería sino una muestra de normalidad democrática –eso que nos falta- y no algo extraordinario. De los dos escenarios posibles –pues excluyo aquel en el cual la diferencia fuera tan irrelevante que condujera directamente al enfrentamiento civil- el que cuenta con un número mayor –mucho mayor- de probabilidades es aquél en el cual la opción republicana resulte derrotada –y hace falta no tener ni idea de cuál es la realidad sociológica de este país para pensar lo contrario-. En este caso la bofetada que se daría la izquierda –pues es la izquierda la que promueve la república: ni la derecha ni la izquierda moderada, ambas por razones estratégicas- sería de las que hacen época y los réditos electorales de la derecha serían casi ilimitados, con lo cual la situación social que provoca este referéndum, y que es sobre la que hay que actuar, saldría reforzada. Tendríamos derecha y recortes sociales por mucho tiempo. El referendo sería en este sentido una bomba que estallaría en la cara a sus promotores. Pero hay algo más. Las masas que siguen a aquellos que piden un referendo dan por hecho que éste no es más que un trámite previo a la instauración de la República. Ni siquiera consideran su resultado. En su imaginario identifican los dos acontecimientos: referendo es ya República. La conclusión necesaria de este proceso sería la aparición de grupúsculos que no aceptarían el resultado y que, por transición lógica, se constituirían en  grupos de resistencia armada y el terrorismo -con los beneficios electorales que le produce a la derecha- volvería al escenario político.
            Pero supongamos que, contra todo pronóstico, se da el segundo escenario posible y el resultado del referendo es favorable a la República. Habría entonces que determinar cuál es el modelo de República que se desea, y aquí los promotores del referendo, que con cierta razón se considerarían los vencedores del proceso, impondrían su república –porque que nadie se engañe: aquí no se pide una república en general, se pode una república muy concreta-. No quiero recordar aquí las alabanzas a los sistemas venezolano y cubano que salen constantemente de sus filas, pero sí que en estas tesituras los nacionalismos se considerarían legitimados para iniciar un proceso de descomposición del Estado –algo que no sería la primera vez que pasa-, mientras que los capitales saldrían disparados del país, y los mercados, que buscan por encima de todo la estabilidad, apretarían hasta la asfixia el dogal. La situación social se deterioraría a marchas forzadas –al menos eso he de pensar mientras no se me aclaren cuáles son los mecanismos con los que se paliarían estas circunstancias- y todo quedaría dispuesto para una intervención del Ejército –y quien piense que eso es imposible es que vive en el país de las hadas-, legitimada, además, por el cumplimiento de su misión de defensa de la Constitución. La III República, así, duraría menos que la I y acabaría peor que la II.

            Plantear un cambio en el modelo de Estado cuando la situación social es un desastre –y, sobre todo, cuando este desastre no ha sido causado por el modelo de Estado y, por lo tanto, no se va a solucionar con el cambio de modelo de Estado- es una muy mala idea. Y yo, que soy republicano, sé que es una muy mala idea. Los cambios profundos en la estructura del Estado cuando las cosas van mal sólo hacen que vayan peor –y hay innumerables ejemplos en la historia, el último el de Egipto-. Hay que hacerlos cuando las cosas van bien, pero cuando las cosas van bien no hay interés, por parte de nadie, en hacerlo. España tiene en la actualidad problemas mucho más graves que quién ocupa una jefatura del Estado que, en el fondo, no deja de ser una institución simbólica y la izquierda tiene problema mucho más graves que resolver después de la derrota en las elecciones europeas. A la persona que espera en el pasillo atestado de las urgencias de un hospital público a que le atiendan –yo también se ponerme populista- le importa un rábano si su representación internacional la asume un rey o un presidente.