No se si acordarán de Paul, aquel
pulpo de Carballiño que durante el Mundial de Sudáfrica se hizo famoso por ser
capaz de adivinar los equipos ganadores de los diferentes encuentros. Un
fenómeno como Paul sólo puede darse en España, un país donde la Ilustración
salió por la ventana antes de entrar por la puerta, donde se glorifica a un
empresario por donar dinero a instituciones de caridad pero no se le condena
por no pagar impuestos y donde todavía
el canon de conocimiento es la superstición y la creencia absurda. Buena prueba
de ello es que debemos ser el país de Occidente con más videntes, adivinos y
brujas por kilómetro cuadrado y, lo peor de todo, es que la gente cree a pies
juntillas en ellos y en sus poderes. Es precisamente de videntes, adivinos y
brujas de lo que quiero hablar, pero no de los tarotistas que copan los canales
de la TDT –aún no entiendo, cambiando de tema, el interés público que supone
implantar dicho sistema cuando los únicos contenidos de estos canales son
éstos, series pasadas de moda y señoras ligeras de ropa, e Intereconomía, por
supuesto- , ni de las brujas o pitonisas que a cambio de unos honorarios más o
menos elevados son capaces de ponernos en contacto con nuestro difuntos. Me
refiero a los dos últimos adivinos que ocuparon hace unos meses los espacios
principales de la prensa hablada y escrita, esos dos simpáticos ancianetes que,
parece ser, fueron capaces de predecir en el año 2007 la crisis económica que
ahora disfrutamos.
Teniendo
en cuenta que el futuro no se puede predecir –como ya nos enseñó Hume- al menos
con total seguridad –es tan sólo probable que un hecho determinado se produzca
y la observación de los acontecimiento pasados y presentes únicamente puede
hacer surgir en los sujetos una creencia de que este hecho se dará
efectivamente en la realidad- y teniendo en cuenta también que el que unos
abuelos de la España profunda fueran capaces de ver lo que muchos analistas
económicos no fueron capaces ni de imaginar no tiene ningún merito, porque los
susodichos analistas han demostrado, -sobre todo en los últimos tiempos- que su
capacidad intelectual es más bien limitada, la verdad es que lo que hicieron
estos dos caballeros no constituye ni mucho menos la hazaña que pretenden
hacernos creer.
Ya
desde el año 2000 cualquiera que tuviera ojos en la cara era capaz de ver que
la estructura económica española, fundamentada única y exclusivamente en el
ladrillo, tarde o temprano había de venirse abajo. Cualquiera dotado de un
mínimo de sentido común -precisamente lo que tenían los dos abuelillos protagonistas de nuestra historia- que no estuviera contaminado por la
información –o desinformación- económica y que no estuviera cegado por lo que
Nassim Taleb llama la “arrogancia epistémica” podía darse cuenta de que las
casas se hacen para que la gente viva en ellas, y que más pronto o más tarde
todos aquellos que podrían permitirse comprar o alquilar una ya lo habrían
hecho, con lo cual el mercado necesariamente habría de paralizarse. Si a esto
se añade que los bancos negociaron hipotecas sin ninguna garantía de poder
cobrarlas en el futuro –porque, repito, el futuro no se puede predecir- con el
único objetivo de dar salida a una mercancía que ellos mismos financiaban y de
la que obtenían pingües beneficios que llegaban desde dos vías: los intereses
de las hipotecas y el porcentaje del precio –más que sobreelevado- de los
pisos, la predicción era bastante sencilla. Tan sencilla que, allá por el año
2005, varias agencias internacionales de análisis económico, cuyos miembros
eran, a lo que se ve, un poco más inteligentes que los citados más arriba, ya
alertaron del peligro de estallido de la burbuja inmobiliaria.
Aquí,
sin embargo, todo el mundo obvió esos avisos y, sobre todo, esas evidencias. Y
ahora, a toro pasado, se nos dice que la crisis no podía preverse. Por eso,
cuando dos señores de un pueblecito dicen que ellos ya la predijeron en el año
2007 se convierten inmediatamente en noticia. Noticia que sirve a muchos –y por
eso, y no por otra cosa se convierten en noticia- para dos cosas: desprestigiar
todo el análisis científico –ya sea económico o no- metiendo en el mismo saco a
los incompetentes y a los científicos serios, dando a entender que no hacen
falta “estudios” para hacer los que dos señores cargados de “sabiduría popular”
–que es la que importa- son capaces de hacer, y dejar por los suelos al
anterior Presidente del Gobierno -aunque para esto se bastaba el sólito- el
cual, estando ya todos con el agua al cuello, dijo sin que se le moviera un
pelo del bigote que la crisis no existía. Porque aquí todos somos muy listos
hasta que se demuestra lo contrario.