lunes, 30 de julio de 2012

Ser y tener

 Vivimos en una sociedad frustrada. Una frustración que no miden los indicadores económicos pero que es palpable en cualquier actividad cotidiana, la consecuencia más grave de la crisis financiera porque destruye el tejido social y nos convierte en una manad de animales gregarios más que en una sociedad estructurada. Vivimos en una sociedad frustrada porque durante mucho tiempo lo único que se ha valorado es el tener, y se ha olvidado el ser. Las aspiraciones sociales se resumían en tener casas más grandes y coches mejores, en poseer lo que el otro poseía, en demostrar la importancia social consumiendo más y mejor que el vecino. Si uno iba de vacaciones a Cuba, el de al lado iba a Tailandia, para no ser menos, sino más y el dinero no era problema porque los bancos lo daban sin preguntar demasiado. Los modelos sociales eran tipos que habían triunfado no por lo que eran, sino por lo que tenían: famosos de medio pelo, aristócratas venidos a menos, toreros y futbolistas. El paradigma de esta situación lo expresó uno de estos últimos cuando dijo que se le tenía envidia porque era “rico guapo y jugaba bien al fútbol”. De las tres cosas, dos corresponden al ser: ser guapo, una característica subjetiva que en todo caso depende del azar, y jugar bien al fútbol, algo que hace cualquier niño de diez años –incluso yo, cuando tenía diez años, jugaba bien al fútbol-. Así que su argumentación quedaba reducida a ser rico, al tener. Cuántas veces se pudo oír a encofradores semianalfabetos, pero que ganaban el doble o el triple que un médico, espetar que éste no era más que él porque tuviera una carrera, lo cual viene a querer decir que él era más que el médico porque tenía más dinero. Estaba presente en el ambiente la idea de que cuanto antes se dejara de estudiar mejor, porque la formación no da dinero, o al menos no lo da rápido, y el desarrollo humano no cuenta ante el potencial económico. El país era un restaurante de lujo donde se comía con las manos –de hecho, los restaurantes de lujo se llenaron de comensales que no sabían usar los cubiertos-. No es este el lugar para discutir si se vivía por encima de las posibilidades económicas, pero desde luego si por encima de las ontológicas. Al fin y al cabo España siempre ha sido un país de hidalgos –qué moderno sigue siendo El Quijote-.
 Ahora que no se tiene –y no se es, aunque esto siga siendo lo de menos- aparece la frustración, y con ella la violencia y la agresividad, no contra los responsables de que ya no se tenga –que en parte son los propios ciudadanos- sino contra los el que tenemos más cerca, no sólo física, sino sobre todo socialmente. Los individuos que ya no tienen nada –y que tampoco son nada- miran con recelo al de al lado, que tampoco tiene nada pero que es posible que sea más que ellos. O al menos así lo creen. Surgen los complejos latentes en el inconsciente y consuela el estar orgullosos de lo que no se es: aparece la necesidad de ser alguien. Así se da una identificación con aquellos que consiguen alguna hazaña y pueden ser considerados de los nuestros. Se jalean los éxitos deportivos como si fuesen propios, se es español –sin tener muy claro lo que es eso- porque se ha ganado un partido de fútbol o una carrera de coches y las ventanas se llenan de banderas nacionales. Y el que no se siente orgulloso de ello, porque es alguien en sí mismo, se convierte en el enemigo. Cuando el conductor se dedica a insultar más que a conducir es porque su vida no vale nada, es un individuo frustrado que tiene que revindicar su autoestima demostrando que, aún, posee el coche más potente. Cuando alguien mira mal en el Metro es porque en el fondo se considera una hormiga al lado de todos los que le rodean. Cuando alguien se comporta como si fuera el dueño del mundo es porque no es dueño ni de su propia existencia.
 Dicen que todas las crisis sirven para mejorar. Uno desearía que fuese verdad y ésta nos hiciese ser, y ser mejores. Pero mucho me temo que cuando volvamos a tener nos volveremos a olvidar de lo que debemos ser.

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