lunes, 23 de diciembre de 2013

Objeto

 En una definición estricta, objeto es todo aquello que se conoce, o que puede ser conocido. La realidad humana, por tanto, estaría compuesta de objetos desde el momento en que sólo aquello que el individuo conoce puede ser afirmado como su realidad. La realidad, para ser tal, debe poder ser determinada, es decir, descrita y definida o, lo que es lo mismo, conocida. Y sólo el objeto es conocido.
 El objeto, en tanto en cuanto es lo conocido, debe ser conocido por alguien y ese alguien que conoce es el sujeto. De esta forma sujeto y objeto forman un par inseparable- aunque puedan ser considerados como lo absolutamente distinto uno de otro-, con lo que el objeto sólo hace su aparición en la esfera filosófica cuando lo hace el sujeto. Es en el siglo XVII, cuando culmina la escisión entre individuo y Naturaleza y el sujeto se afirma como tal cuando el objeto se conforma como lo que es: como lo absolutamente opuesto a aquél, como lo otro absoluto. Antes de este momento, en rigor, no había objetos, sino cosas; cosas que rodeaban al individuo humano -o más estrictamente a la especie humana- que no era más que otra cosa más entre las distintas cosas.
 Es Kant el primero que diferencia tajantemente entre objeto y cosa, siendo el objeto el fenómeno transformado por las condiciones trascendentales del conocimiento y la cosa el noúmeno, aquello que es imposible conocer porque no se aparece a los sentidos, pero que constituye el engarce del fenómeno con la realidad: el objeto no de conocimiento –y por lo tanto no objeto en sentido estricto- sino de pensamiento. Aquello que es posible pensar pero no conocer. Dios, nos va a decir Kant, es en este respecto una cosa, como lo son el Yo y el Mundo, tal y como los había determinado el racionalismo cartesiano.
 Si el objeto es todo aquello que puede ser conocido entonces todos los demás sujetos, que son conocidos por mi, son objetos para mí. No así Dios, que no puede ser conocido y por lo tanto nunca puede ser una objeto, sino una cosa. Este es el punto de partida del existencialismo, que se equivoca, sin embargo, en un aspecto. No es Dios quien cosifica al sujeto, puesto que el sujeto es conocido por Dios y por lo tanto sólo lo objetiva, sino Dios el que se cosifica a sí mismo al no poder ser conocido por el sujeto humano y, por tanto, no poder ser un objeto. Si Dios es algo es una cosa. Pero es que además Dios no podría dejar de ser cosa y convertirse en objeto pues entonces podría ser determinado, podría ser objetivado como los demás objetos –o como los demás individuos-sujetos- y entonces dejaría de ser Dios. Repetimos, si Dios existe, solo puede existir como cosa.
 La “dialéctica de la cosificación”, aquella según la cual el hecho de mirar al otro es convertirlo en una cosa –diría Sartre- es en realidad una dialéctica de la objetivación. La diferencia es importante, pues mientras una cosa nunca podrá ser un sujeto puesto que se halla fuera del mundo de los fenómenos, de lo apariencial: es sólo objeto de pensamiento –Dios puede “pensar” la Creación, pero no conocerla, pues esto implicaría que necesariamente habría de situarse a su mismo nivel, es decir, aparecer ante los sentidos: ser apariencia- un objeto si que puede a su vez ser sujeto: puede conocer otros sujetos que en este acto de conocimiento se convertirían en objetos para él. Somos objetos para los demás en tanto que somos conocidos por ellos, de la misma manera que los demás son objetos para nosotros. Y es en esta dialéctica en la que nos convertimos en sujetos –en sujetos humanos- pues si no pudiéramos ser objetos para los demás los demás no sería ser objetos para nosotros. No nos permitirían ser sujetos.

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