lunes, 10 de enero de 2011

Como humo se va

 Como humo se van las pocas esperanzas de vivir en una sociedad mínimamente tolerante y liberal que aún nos quedaban. Como ese humo que, por obra y gracia –sobre todo gracia- de aquellos que velan por nuestra salud y nuestro bienestar, ha sido proscrito junto con sus inocentes expelentes. El fondo de la nueva ley antitabaco va más allá de la propia ley antitabaco en sí y entra de lleno en el de la represión totalitaria. Es el caso del dueño de un negocio que no puede llevar ese negocio como a él le parezca más conveniente o el de ciudadanos animados –y armados- a denunciar a todo aquél que incumpla la norma. Da igual que aparezcan informes que demuestran cómo la contaminación atmosférica es la causante del aumento espectacular de accidentes basculares o que las estadísticas afirmen que en una gran ciudad como Madrid, en el último año, uno de cada cinco días se haya superado el número de partículas en suspensión recomendado por la OMS. Es el humo del tabaco el causante de todos los males, incluidos, pronto nos lo dirán, el agujero de la capa de ozono y el cambio climático. Así que qué mejor solución que prohibir fumar en la calle, en la puerta de un colegio o un hospital, aunque ese colegio o ese hospital esté situado en medio de una arteria urbana por donde pasan diariamente doscientos autobuses y miles de automóviles, o sus alumnos y sus pacientes estén rodeados de sustancias cancerígenas, desde las baterías de los móviles o el PVC de las tuberías hasta el polvo de la tiza.
 No voy a entrar a discutir –porque ya resulta aburrido- el discurso de los no fumadores, que es monocorde y maniqueo como cualquier discurso prohibicionista y fundamentalista. No voy a entrar a debatir que los derechos no se inventan y que el derecho de un señor a no respirar humo en un bar –derecho protegido, por cierto, desde el momento en que existen locales en los que sus dueños han decidido libremente prohibir fumar- es en todo caso equivalente al mío a no aspirar las pestilencias corporales del señor o la señora que se pone a mi lado en el Metro. Y nadie, supongo, estaría de acuerdo con una ley que obligara a los ciudadanos a ducharse dos veces al día o a tomar medicamentos contra las flatulencias. No voy a debatir nada de esto porque el campo de lo políticamente correcto es demasiado estrecho, demasiado cerrado como para que en él puedan penetrar la razón y el sentido común. Tan sólo espero que alguien no decida un día que el olor a fritanga y el humo del aceite recalentado de los calamares fritos y la oreja tan típicos de nuestras tabernas es nocivo para la salud y al final en los bares sólo se sirvan bebidas energizantes que, eso sí, nos permitirán trabajar veinticuatro horas seguidas.
 Pero si hay algo que tengo muy claro: yo, como fumador, no soy ningún delincuente. Y no estoy dispuesto a aceptar ese rol se pongan como se pongan la Ministra de Sanidad, los no fumadores de la nueva Inquisición o San Cristo Bendito. Porque al final esos no fumadores se van a morir igual. Muy sanos, eso si, muy productivos y trabajando hasta los ochenta años, pero se van a morir. Porque si hay algo que está probado que mata es la propia vida, y desde el momento en que uno nace ya se está muriendo. Un fumador podrá morir o no de cáncer de pulmón: alguien que está vivo seguro que, tarde o temprano, se acaba muriendo. De todas formas, a mi esta nueva ley me va a venir muy bien para ahorrar. Y no porque vaya a dejar de fumar –cosa que sólo haré cuando el Estado se empeñe en que debo de fumar- sino porque a partir de ahora mis gin-tonics, mis cañitas y mis calamares fritos me los voy a tomar en mi casa donde, de momento, aún me podré fumar un cigarrillo a gusto.

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