martes, 4 de enero de 2011

Lo que no es un Estado

 En el siglo XIX todo el mundo tenía más o menos claro lo que era un Estado y para qué servía. Lo tenían claro tanto Adam Smith como Karl Marx, a pesar de sus diferencias de pensamiento, y lo tenían claro tanto los dueños de las fábricas como los trabajadores. Hoy, por desgracia, en esta como en muchas otras cosas, hemos ido para atrás y nadie sabe ya cuál es la utilidad del Estado, excepción hecha, quizás, de las grandes multinacionales que han dado pruebas más que suficientes del papel qué le cabe a éste en la sociedad futura que están construyendo: ser su mamporrero. Como digo, nadie tiene ni idea de cuál es la función que le toca cumplir al Estado y, menos que nadie, sus representantes y cabezas visibles.
 Una de las pruebas más claras de esta confusión la tenemos en las decisiones que de un tiempo a esta parte está tomando el actual Gobierno de España (aunque hay que decir que esta confusión a la que nos referimos no es patrimonio exclusivamente suyo, y que desde hace mucho tiempo todos los gobiernos, españoles y extranjeros, han adolecido del mismo defecto). Lo primero que hay que aclarar es que el Estado es necesario, o al menos lo es mientras las cosas sigan funcionando como están funcionando. El problema es que esta necesidad del Estado no viene dada por lo que el propio Estado cree y, lo que es peor, hacer creer a la población. La única función que debe cumplir un Estado es la de proteger al débil frente al fuerte –porque por si alguien no se ha dado cuenta todavía somos seres humanos, y las leyes naturales no son aplicables al ámbito social-. Esta protección del débil es hoy más necesaria que nunca, cuando los grandes poderes económicos aprietan cada vez más la soga en el cuello de los ciudadanos. Y para cumplir esta función la condición indispensable es la existencia de un Estado fuerte. No sólo fuerte en el sentido de que debe ser uno solo, y no diecisiete, sino en el sentido de que debe ser él quien controle lo flujos económicos e impida que éstos ahoguen a la población. Este Estado, por desgracia, ya no existe. Y no existe porque los mercados y los políticos entregados a ellos se han encargado de que desaparezca. Pero como sin Estado estos mercados no tendrían un escudo y estos políticos no tendrían un empleo, se inventa una nueva función para aquél, aquella precisamente que no tiene que asumir: la del control de la vida de los ciudadanos. Así, el Estado ya no sólo determina qué debe de hacer la población: qué debe fumar, comer, beber o vestir. Ahora también regulariza lo que se debe decir o no decir. Ya no sólo es delito el acto, sino la simple expresión del acto, aunque éste no se haya realizado efectivamente. Y del control del decir al control del pensar no hay más que un paso. A no mucho tardar nos encontraremos con pensamientos prohibidos, con actos que ni siquiera deben ser pensados, como ya nos encontramos con cosas que no deben ser dichas.
 Y es aquí donde el Estado ya no sólo no es necesario: es el enemigo a batir. De siempre se ha pensado que el sistema ideal es aquél que es socialista en economía y liberal en política. Ahora nos hallamos frente a un sistema liberal en economía que exige un totalitarismo político. La sociedad actual se mueve en parámetros equivocados y camina, confusa pero firme, hacia su propia destrucción.

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