jueves, 16 de abril de 2015

Política neobarroca



  El arte barroco surgió a finales del siglo XVI y principios del XVII como una reacción frente a la Reforma protestante. Se trataba de atraer a la gente a las iglesias católicas, de retener a los fieles en el culto romano y alejarles de los templos protestantes. Ideológicamente, y de ahí la necesidad de retener a la plebe, el protestantismo resultaba mucho más atractivo para el pueblo llano, con su condena de la riqueza y su idea de que todo individuo está predestinado a salvarse o condenarse independientemente de su clase social o de su fortuna personal. En un siglo de guerras y de la consiguiente miseria que éstas acarrean, en una época de hambrunas y pobreza era lógico que el mensaje protestante calara muy hondo entre los más desfavorecidos. La solución papista consistió en adornar al máximo los templos, en convertirlos en espectáculos de forma y de color que dejaran epatados a los que los contemplaban. La gentes se acercarían a los templos, no ya con el miedo con el que lo hacían a las catedrales góticas –con su distribución del espacio socialmente configurada- , sino con la ilusión y el deseo del que asistía a una representación artística. El mensaje era lo de menos, de lo que se trataba era de exponer la forma, de tal manera que el arte barroco, bien ofrece grandes ornamentaciones vacías de contenido, bien introduce por los ojos la antigua doctrina romana, esa doctrina que los pastores protestantes se empeñaban en desacreditar con sus sermones acerca del temor de Dios y la certeza e inevitabilidad de la muerte. El protestantismo resulta feo, oscuro, agobiante y es ahí donde el barroco da la batalla ofreciendo belleza, luz espectáculo, aunque el mensaje sea exiguo o inexistente.

  Frente a los voceros de un nuevo fin del mundo, frente a los agoreros del nuevo Armagedón, la política actual se presenta como un Baroco renacido, como un impulso neobarroco por arrimar el ascua a la sardina del afán de poder de cada uno. Así, surge la política como espectáculo de masas, asambleas que tienen como objetivo convencer y adoctrinar, generar nuevos creyentes que eleven al predicador de turno a los altares del poder. El discurso neobarroco es puro ornamento, puro alambique, sin contenido real. No tiene como objetivo exportar o extender una ideología política, quizás porque, como se afirma sin rubor, ya no hay ideologías políticas. Su único objetivo es crear prosélitos, masas que sigan a los nuevos apóstoles sin plantearse siquiera el camino por el que transitan. Porque realmente no siguen ninguno. No hay camino porque no hay meta, no hay contenido, solo hay adornos en un discurso vacío. O quizás si que haya una meta como la había para los obispos del XVII: la mera y simple ocupación del poder por aquellos que lanzan el discurso neobarroco, sin tener nada con lo que llenar ese poder, excepto sus propios cuerpos físicos. De ahí que, como en el arte barroco, la política neobarroca apele a los sentimientos, a la capacidad de asombro de los sujetos, manipule su visión del mundo, su punto de vista de la realidad, su capacidad de empatizar con los demás, como hacían las geometrías imposibles de Escher –ese gran barroco tardío- o los trampantojos de los pintores del XVII. Sujetos manipulados por un discurso vacío que convierte a los que lo enuncian en nuevos Jesucristos, nuevos Mesías a los que seguir ciegamente, aunque no sepan dónde van.

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