lunes, 8 de noviembre de 2010

Buenos ciudadanos

 El sistema educativo actual, tal y como lo declaran todas las leyes que lo constituyen, busca formar buenos ciudadanos. No se conforma con formar ciudadanos a secas, sino que además se pretende que éstos sean buenos. Esta sutil diferencia que supone añadir un simple adjetivo, y que podría creerse que tiene como objetivo buscar una excelencia mayor que la que supondría ser sólo un ciudadano, es en realidad la raíz de todos los males de los que adolece dicho sistema. Si la educación ha tenido siempre como meta la formación de individuos libres y autónomos, es decir, ciudadanos, hoy en día presupone que esos ciudadanos han de ser también buenos. Y es aquí donde empiezan todos los problemas. Porque lo primero que habría que hacer sería determinar qué es un “buen ciudadano” y después, y fundamentalmente, quién decide lo que es ser un “buen ciudadano”. Puesto que las leyes educativas vienen dadas desde los estamentos de poder es éste el que, al elaborarlas, decide cuáles son los parámetros que han de guiar la formación de los jóvenes, y por tanto, decide en qué consiste la bondad de la ciudadanía. Y puesto que podemos dar por supuesto que a esos estamentos de poder no les interesa rodearse de ciudadanos díscolos o rebeldes, que puedan poner en duda no sólo sus decisiones, sino incluso su legitimidad, parece bastante claro que un “buen ciudadano” ha de ser aquél que se muestre sumiso y obediente ante las instituciones establecidas, que trabaje y calle y no de problemas. En torno a estos objetivos giran todas las leyes educativas. Ser un buen ciudadano, por lo tanto, es todo lo contrario de ser un ciudadano. Es su negación, de hecho. Un individuo libre, autónomo y responsable, no obedecerá fácilmente, someterá a crítica toda actuación del poder y, en última instancia, la necesidad del poder mismo: un individuo libre y autónomo no necesita que le gobiernen, porque se gobierna él mismo.
 De esta manera la educación, la Paideia en su sentido más clásico, ha sido expulsada de los centros educativos para dejar paso a la ignorancia, la obediencia ciega, el dogmatismo y la uniformización. Este proceso es irreversible: el espacio para la educación ya no está dentro de los centros educativos y no queda otro remedio que buscarlo fuera.  Para lograr que los centros educativos ya no eduquen ha sido necesario primero expulsar a los educadores. En una operación de mitologizacón sin precedentes, éstos se han visto sustituidos por pedagogos de toda laya, fieles a los dictados del poder que les ha creado y les ha dado fuerza, mientras que los auténticos educadores han sido sometidos a un mobbing masivo –burocratización de sus tareas, proletarización, exigencia de obediencia a normas y procedimientos absurdos, subestimación de su preparación, etc.-. La idea es muy simple: hay que eliminar todo vestigio de racionalidad en el educador. Éste no debe de ser un intelectual, porque de lo que se trata precisamente es de subvertir todo lo intelectual. No es el esfuerzo intelectual el que hará buenos ciudadanos, sino la educación en valores, sentimientos e impulsos irracionales. Lo que se intenta es que los centros educativos sean cada vez más centros de diversión y no de progreso intelectual, porque sólo así se consiguen buenos ciudadanos. Un educador que inspire en sus alumnos un espíritu crítico con la realidad social es por tanto un mal educador, que debe ser reconvertido o marginado. Pensar por uno mismo y además pretender que los demás lo hagan no deja de ser de mala educación.

No hay comentarios: