Decía el viejo Aristóteles (lo de
“viejo” lo tomo de uno de mis profesores más queridos, al que nunca se le
rindió el debido homenaje), que el sabio es el que encuentra la felicidad a
través de la virtud, siendo ésta el término medio entre el exceso y el defecto:
el sabio, pues, sería el virtuoso. Puesto que la virtud es considerada por él como un hábito racional,
sólo aquellos que hubieran tenido más tiempo de practicarlo podrían llegar a
dominarlo. Es así que los ancianos estaban, en principio, más cerca de la
virtud que los jóvenes, que tienden a ser impetuosos o retraídos (hoy en día se
habla de hiperactivos o faltos de autoestima) con lo que se mueven en el exceso
o el defecto. No pretendo, por supuesto, vivir en un país de sabios, pero, al
menos por todos sus siglos de historia, si que sería deseable vivir en un país
virtuoso. Virtuoso, por supuesto, en sentido aristotélico: que fuera capaz de
encontrar ese término medio racional. Pero mucho me temo que ni siquiera esto
es posible, como demuestran al menos dos ejemplos recientes de nuestra
actualidad política y social.
El
primero de ellos, lógicamente, no puede ser otro que la imputación judicial de
la hija del Rey por el llamado “caso Nóos”. Las reacciones en este caso, como
no podía ser de otra forma, han incidido en el extremo de que dicha imputación
va a suponer la defenestración de la monarquía española. Para unos, esto implicaría el más grave problema institucional y político que se
recuerda e incluso la destrucción del orden social conocido, por eso exigen
que la infanta no sea imputada. Para otros, significaría la llegada de la III
República y con ella el fin de todos los poblemas que azotan al país y por ello
jalean al juez y al procedimiento. Quizás habría que pensar más bien que el
hecho de que imputen a un miembro de la familia real no significa que imputen a
toda la familia real –de la misma forma que el hecho de que imputen a un
miembro de una familia cualquiera no significa que imputen a toda su familia: o
estamos con la igualdad ante la ley o no lo estamos-, que una imputación no
supone una condena, que seguramente la infanta Cristina resultará absuelta en
el juicio, que el juez que lleva el caso no es un héroe de la revolución
social, sino simplemente un tipo que cumple con su deber o que la ley debe de ser
la misma para todos, porque en un Estado de Derecho todos estamos sujetos a
ella. Suposiciones todas ellas, creo, bastante más racionales, por mesuradas,
que los dos extremos citados en un principio. Porque aparte de encontrar el
término medio todos deberíamos aprender a diferenciar entre lo que es, lo que
debe de ser y lo que nos gustaría que fuera.
El
segundo de los ejemplos que he anunciado al principio es el asunto de los
llamados “escraches”. Ya dije en otro momento que es posible dudar de la legitimidad
democrática de estos métodos, y quizás el término medio deseado en este caso no
sería más que éste: remitirnos a la legitimidad democrática para que unos fueran
condenados por sus abusos y otros dejaran de acosar a los representantes de la
soberanía popular. En lugar de ello con lo que nos encontramos es que, por un
lado, se acusa a los manifestantes –supongo que se les podría llamar algo así
como “escracheadores”- de ser seguidores o aliados del terrorismo de ETA, o de
reproducir las prácticas con las que los nazis utilizaron contra los judíos,
algo que viendo a los cuatro gatos que suelen llevar a cabo estas acciones
resulta una evidente exageración. Pero por el otro, los que realizan estas
acciones se defienden comparando la situación con la de la dictadura argentina,
y afirman sin despeinarse que de la misma manera que era legítimo señalar
públicamente a los torturadores o a los que se quedaban con los hijos de los
que habían sido hechos desaparecer, es legítimo hacer lo mismo con los
diputados de una formación política para que voten una determinada ley. Lo
cual, obviamente, es otra exageración, porque no hay comparación posible entre
la situación española y la argentina en los años de la Junta Militar –de hecho,
ya quisieran los que fueran arrojados al mar desde un avión con los pies
metidos en hormigón, después de meses de torturas, que les hubieran desahuciado
de sus casas- y porque un diputado, aunque sea del PP, no es un torturador ni
un ladrón de niños, o al menos no lo es por el hecho de ser diputado, que
parece ser que es por lo que se les ataca. El hecho de que unas cuantas
personas se hayan suicidado, con todo lo trágico que pueda ser, no convierte a
un diputado en un asesino, ni en un inductor al suicidio, ni en nada parecido,
por mucho que se empeñen los que se manifiestan frente a sus casas. Exigirles
que cumplieran con su función de una manera democrática y teniendo en cuenta
los intereses de la ciudadanía y no los suyos propios o los de algunos grupos
de presión sería el término medio que Aristóteles aplaudiría. Pero, con eso,
claro, no demostraríamos ni nuestro “compromiso con el orden”, por un lado,
ni nuestra “indignación”, por otro.
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