jueves, 4 de abril de 2013

Extremos


Decía el viejo Aristóteles (lo de “viejo” lo tomo de uno de mis profesores más queridos, al que nunca se le rindió el debido homenaje), que el sabio es el que encuentra la felicidad a través de la virtud, siendo ésta el término medio entre el exceso y el defecto: el sabio, pues, sería el virtuoso. Puesto que la virtud es considerada por él como un hábito racional, sólo aquellos que hubieran tenido más tiempo de practicarlo podrían llegar a dominarlo. Es así que los ancianos estaban, en principio, más cerca de la virtud que los jóvenes, que tienden a ser impetuosos o retraídos (hoy en día se habla de hiperactivos o faltos de autoestima) con lo que se mueven en el exceso o el defecto. No pretendo, por supuesto, vivir en un país de sabios, pero, al menos por todos sus siglos de historia, si que sería deseable vivir en un país virtuoso. Virtuoso, por supuesto, en sentido aristotélico: que fuera capaz de encontrar ese término medio racional. Pero mucho me temo que ni siquiera esto es posible, como demuestran al menos dos ejemplos recientes de nuestra actualidad política y social.
 El primero de ellos, lógicamente, no puede ser otro que la imputación judicial de la hija del Rey por el llamado “caso Nóos”. Las reacciones en este caso, como no podía ser de otra forma, han incidido en el extremo de que dicha imputación va a suponer la defenestración de la monarquía española. Para unos, esto implicaría el más grave problema institucional y político que se recuerda e incluso la destrucción del orden social conocido, por eso exigen que la infanta no sea imputada. Para otros, significaría la llegada de la III República y con ella el fin de todos los poblemas que azotan al país y por ello jalean al juez y al procedimiento. Quizás habría que pensar más bien que el hecho de que imputen a un miembro de la familia real no significa que imputen a toda la familia real –de la misma forma que el hecho de que imputen a un miembro de una familia cualquiera no significa que imputen a toda su familia: o estamos con la igualdad ante la ley o no lo estamos-, que una imputación no supone una condena, que seguramente la infanta Cristina resultará absuelta en el juicio, que el juez que lleva el caso no es un héroe de la revolución social, sino simplemente un tipo que cumple con su deber o que la ley debe de ser la misma para todos, porque en un Estado de Derecho todos estamos sujetos a ella. Suposiciones todas ellas, creo, bastante más racionales, por mesuradas, que los dos extremos citados en un principio. Porque aparte de encontrar el término medio todos deberíamos aprender a diferenciar entre lo que es, lo que debe de ser y lo que nos gustaría que fuera.
 El segundo de los ejemplos que he anunciado al principio es el asunto de los llamados “escraches”. Ya dije en otro momento que es posible dudar de la legitimidad democrática de estos métodos, y quizás el término medio deseado en este caso no sería más que éste: remitirnos a la legitimidad democrática para que unos fueran condenados por sus abusos y otros dejaran de acosar a los representantes de la soberanía popular. En lugar de ello con lo que nos encontramos es que, por un lado, se acusa a los manifestantes –supongo que se les podría llamar algo así como “escracheadores”- de ser seguidores o aliados del terrorismo de ETA, o de reproducir las prácticas con las que los nazis utilizaron contra los judíos, algo que viendo a los cuatro gatos que suelen llevar a cabo estas acciones resulta una evidente exageración. Pero por el otro, los que realizan estas acciones se defienden comparando la situación con la de la dictadura argentina, y afirman sin despeinarse que de la misma manera que era legítimo señalar públicamente a los torturadores o a los que se quedaban con los hijos de los que habían sido hechos desaparecer, es legítimo hacer lo mismo con los diputados de una formación política para que voten una determinada ley. Lo cual, obviamente, es otra exageración, porque no hay comparación posible entre la situación española y la argentina en los años de la Junta Militar –de hecho, ya quisieran los que fueran arrojados al mar desde un avión con los pies metidos en hormigón, después de meses de torturas, que les hubieran desahuciado de sus casas- y porque un diputado, aunque sea del PP, no es un torturador ni un ladrón de niños, o al menos no lo es por el hecho de ser diputado, que parece ser que es por lo que se les ataca. El hecho de que unas cuantas personas se hayan suicidado, con todo lo trágico que pueda ser, no convierte a un diputado en un asesino, ni en un inductor al suicidio, ni en nada parecido, por mucho que se empeñen los que se manifiestan frente a sus casas. Exigirles que cumplieran con su función de una manera democrática y teniendo en cuenta los intereses de la ciudadanía y no los suyos propios o los de algunos grupos de presión sería el término medio que Aristóteles aplaudiría. Pero, con eso, claro, no demostraríamos ni nuestro “compromiso con el orden”, por un lado, ni  nuestra “indignación”, por otro.

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