martes, 9 de marzo de 2010

Crítica de la Razón Pedagógica

Cuando la razón olvida la experiencia sobre la que se sustenta se sumerge en el paralogismo y la antinomia. El sueño de la razón desvinculada de la práctica produce monstruos y cuando estos monstruos resultan tan peligrosos para el desarrollo normal de una sociedad como los que nacen de la nueva razón pedagógica instaurada en nuestro sistema educativo quizás sea hora de someterla a crítica. Una crítica ejercida no desde ámbitos intelectuales, culturales ni universitarios, sino desde una experiencia docente de quince años en distintos centros educativos de la Comunidad de Madrid y con las manos manchadas de tiza.
La primera contradicción en la que caen las nuevas tendencias de renovación pedagógica es precisamente en llamarse “nuevas”. La verdad es que son muy viejas. Se fundamentan en principios pedagógicos del siglo XIX –tomados a su vez de la filosofía socrático-platónica del siglo V a.c.-, que cumplieron su función en las condiciones socio-políticas de la época –escuela clasista y dominada por la Iglesia- pero que no responden a la realidad educativa del siglo XXI. Pero además, esta pedagogía supuestamente renovada es la que ha imperado en el sistema educativo español desde hace más de veinte años, demostrando reiteradamente su fracaso como prueban los informes PISA que se publican periódicamente y en los cuales los alumnos españoles salen cada día peor parados. Por poner un ejemplo, según el último de estos informes, nuestros jóvenes son los que menos saben de toda la Unión Europea, tan sólo superados por los de Portugal y Malta. Tampoco es verdad que se trate de una renovación educativa desde la izquierda. La LOGSE es una Ley reaccionaria desde su prefacio: no se puede sustentar la educación en los “intereses de los alumnos”, porque entonces lo que se está haciendo es perpetuar el orden social desde una instancia que debería servir –y esto es pedagogía de izquierdas- para renovarlo. A cualquiera que piense un poco se le hace evidente que no son los mismos intereses los que pueda tener un alumno de un barrio del extrarradio que los de uno de una zona de clase media-alta. A lo que debe atender una escuela de izquierdas es a las necesidades de formación de los alumnos. Y éstas son las mismas para todos: un desarrollo intelectual y científico que les permita desenvolverse como ciudadanos libres y responsables. A aquellos alumnos que tengan menos oportunidades para cubrir estas necesidades habrá que procurárselas, y no abandonarles a su suerte en su ignorancia, que es lo que pretende la “nueva” razón pedagógica. Así que cuando uno lee determinados manifiestos y escucha determinadas propuestas pedagógicas, que tienen ese tufillo rancio de “esto ya lo he oído antes”, no puede menos que echarse a temblar.
Antes de entrar en un análisis detallado de lo que se propone como nuevos principios rectores de la educación en España una última aclaración. Si bien es verdad que hay alumnos con mayores oportunidades que otros, no lo es que el problema de la educación afecte sólo a aquellos más desfavorecidos. Yo he sido profesor en un colegio de élite y en un Instituto en una de las zonas más deprimidas de Vallecas. Mientras que en el primero la tasa de alumnos que superaban la Selectividad era de un 68% en el segundo alcanzaba casi el 99,5%. Esto demuestra que, al menos a ciertos niveles, los malos resultados escolares no son propiedad exclusiva de una clase social y afectan por igual a todos los alumnos.
El sentido común dice que la labor fundamental de la escuela es enseñar, y que la pedagogía tan sólo es una herramienta más o menos adecuada para llevar a cabo esta labor. El problema comienza cuando la herramienta se convierte en el objetivo último, cuando ya no se trata de ser profesores, sino de ser pedagogos. Cuando uno entra en un aula por primera vez se da cuenta, a veces de forma traumática, que la única pedagogía que sirve es la que se da de puertas para adentro, la que exigen los 30 o 35 alumnos del grupo, que es totalmente distinta de la que exigen los del grupo de al lado, porque son alumnos distintos. Y sin embargo para todos el objetivo es el mismo: alcanzar unos determinados conocimientos. Y alcanzarlos no para que sus padres le firmen unas buenas notas sino porque -y esto es lo que parece que olvidan todos los defensores de las nuevas tendencias- son absolutamente necesarios para su desarrollo como personas.
Afirma la razón pedagógica que el modelo educativo actual no es distinto del tradicional, y lo hace afirmando que los principios rectores de la LOGSE no han calado en las aulas de los Centros Educativos. Que el modelo se fundamenta en la transmisión de contenidos inconexos, desfasados e irrelevantes. Lo que dice la práctica diaria es que el nuevo modelo no sólo es distinto del tradicional, es peor. Que los principios de la LOGSE han entrado en las aulas de los Centros a golpe de Orden de Inspección y de la práctica inquisitorial de no pocos psicopedagogos que ejercen el papel de Orientadores. Que la transmisión directa de contenidos no existe, entre otras cosas porque cada vez quedan menos contenidos que transmitir. Si estos contenidos están desfasados, quizás deberían revisarse los Cursos de Formación para el profesorado, donde menos del 30% son cursos de especialización científica mientras que el resto lo son de profundización pedagógica. Los alumnos actuales no saben leer, no saben sumar y no saben en qué año se descubrió América. Si para los nuevos pedagogos estos contenidos son irrelevantes quizás es que para ellos la relevancia de la formación intelectual de un adolescente no vaya más allá del “mi mamá me mima”. Por último, y como remate de esta faceta de la nueva pedagogía, se dice que se carga a los menores con abundantes trabajos y tareas. Yo propongo a alguno de estos renovadores que entre en un aula y pregunte cuántos alumnos han realizado todos esos deberes y tareas tan engorrosos. No debería sorprenderse mucho cuando descubra que la gran mayoría no ha hecho absolutamente nada. Ante esta tesitura, hablar de las tareas de los alumnos es situarse en un plano, no ya teórico, sino quimérico.
Otra idea que sustenta la nueva razón pedagógica es que la escuela española no ha bajado los niveles de exigencia. Debería bastar para refutar esta afirmación una carrera docente mínimanente extensa. No hace falta establecer ninguna comparación entre los libros de texto actuales con los de antes, ni volver a echar la culpa al sistema tradicional. Yo exijo ahora una mínima cantidad de lo que exigía hace quince años. Y lo hago por muchas razones. En primer lugar porque los alumnos no me lo permiten. Si tuviera que pedir, como hacía antaño, que elaboraran ensayos críticos sobre algún tema filosófico con una extensión mínima de una cara de un folio, por ejemplo, tendría que suspender a más del noventa por ciento de la clase. He de conformarme con unas cuantas líneas plagadas de obviedades y escritas en lenguaje de móvil. Pero en segundo lugar, y sobre todo, porque un centro educativo ya no es un lugar dónde los alumnos vayan a aprender, con lo que resulta un contrasentido, cuando no una temeridad, exigirles un aprendizaje. Los centros educativos son sitios donde los alumnos van a pasárselo bien, a jugar con sus amiguitos y a realizar un montón de actividades extraescolares y cosas divertidas porque es lo que exige la renovación pedagógica, dónde están recogidos mientras sus papás y sus mamás se dedican a ganarse el pan. Y donde los profesores vamos a perder el tiempo sepultados en montañas de informes y papeles de toda condición y pasando horas y horas en reuniones de todo tipo que carecen de sentido. Así que no es que se hayan rebajado los niveles de exigencia, es que ya no existe la exigencia. Si una alumna o un alumno son majetes y se portan bien se les da un título aunque no sepan absolutamente nada. Y no olvidemos que con ese título esa alumna o ese alumno deben enfrentarse a la realidad que está fuera de ese recreo continuo en el que se han convertido los Institutos. Son carne de cañón preparada bajo la receta de la nueva pedagogía. Esto es lo que está pasando en los Centros de Enseñanza de toda España, más allá de la sesuda opinión de los catedráticos de Pedagogía –que, no lo olvidemos, cuestan al Estado lo mismo que uno de Medicina- o de cualquier firmante de cualquier manifiesto que no ha pisado jamás un aula de Educación Secundaria.
El tercer pilar de la renovación pedagógica es la idea de que los alumnos actuales no son peores que los de antes, sino tan sólo distintos. De la misma forma que cualquier tiempo pasado no fue mejor, tampoco –como pretende cierto progresismo mal entendido- todo lo nuevo es bueno por definición. Y aplicar el eufemismo “distinto” a lo que es claramente peor no ayuda a solucionar el problema. No hace falta ir a un centro educativo para comprobar que los jóvenes actuales no son sólo distintos, sino bastante peores: basta con coger el metro o darse un paseo un sábado por la tarde. La realidad comprobable empíricamente y día a día en las aulas es que los nuevos alumnos no saben lo que es esforzarse por nada. Es posible que no tengan ellos toda la culpa, puesto que es una generación acostumbrada a tenerlo todo, pero el futuro de cada uno es cosa exclusivamente suya y ahí la carga de responsabilidad de los alumnos es insoslayable. Que los jóvenes son un reflejo de la sociedad es algo que nadie niega. El mensaje constante que están recibiendo es que el esfuerzo no es necesario cuando se puede conseguir todo lo que uno desea saliendo en un reality o siendo futbolista, deseos que los propios medios han creado. Pero quedarse aquí y afirmar que los pobrecitos adolescentes no tienen culpa de nada y son víctimas del sistema no soluciona el problema, más bien convierte a la escuela en un reproductor de los males de la sociedad: si los jóvenes no son peores no hay por qué cambiarlos. Quizás admitiendo sin tapujos que los jóvenes son peores y que es en la escuela donde hay que hacerlos mejores se pueda cambiar la sociedad. Es cierto que hay adolescentes que militan voluntariamente en ONG´s y en otras organizaciones, pero también lo es que hay otros muchos que se atiborran de pastillas todos los fines de semana, que graban con el móvil las palizas que dan a sus compañeros o que violan y prenden fuego a sus amigas. En cualquier caso esto no significa nada. Ninguno de los dos grupos sabe qué es la Segunda Ley de la Termodinámica, por ejemplo. Un conocimiento tan irrelevante que es uno de los que rigen toda la vida sobre la Tierra.
Los jóvenes de hoy en día tienen su mente estructurada para obtener una satisfacción inmediata de los estímulos que reciben. Su educación, fundamentada sobre todo en la televisión y los videojuegos, los ha hecho así, de tal forma que cualquier actividad que implique un esfuerzo y cuya satisfacción se dilate en el tiempo es rechazada de forma automática. Es por ello que son ellos mismos los que exigen un sistema memorístico, ya que el esfuerzo de estudiar de memoria unos cuantos apuntes es mucho menor que el de comprenderlos y la satisfacción, cuando se trata de estudiar para un examen y obtener la calificación uno o dos días más tarde, mucho más inmediata que la que puede ofrecer una reflexión pausada de una serie de contenidos. Reflexión que, posiblemente, no de resultados sino muchos años más tarde. De esta forma, cuando los contenidos que se imparten en el aula no se corresponden con esta exigencia de satisfacción, los alumnos se aburren, y como se aburren están legitimados, parece ser, para obviar las más elementales normas de disciplina. Esto supone recortar todavía más el escaso tiempo del que ya se dispone para dar una clase en condiciones. La conclusión, según la razón pedagógica, es que hay que impedir que los alumnos se aburran, hay que divertirles de todas las maneras posibles. Con lo cual el profesor, que ya de por sí tiene que ejercer de padre, psicólogo, guarda jurado y confesor, ahora también tiene que cumplir el papel de payaso
Los alumnos actuales no saben nada. Esta es la verdad. No es que tengan unos conocimientos distintos. Es un mito muy extendido que los adolescentes quizás no sepan quién era Cervantes, pero tienen un conocimiento amplio de las nuevas tecnologías. Cuando en una clase tienes que decirles a los alumnos que presentan trabajos escritos en un ordenador que en los procesadores de texto existe una herramienta llamada “corrector ortográfico”, cuando son incapaces de hacer una búsqueda selectiva en Internet, cuando no pueden diseñar una página Web con cualquier programa sencillito e intuitivo, cuando son incompetentes para hacer un blog porque ni siquiera saben lo que es, cuando desconocen la forma de entrar en un foro de discusión, cuando un profesor –como es mi caso- les cuelga los apuntes en su propia página y sólo el diez por ciento de los alumnos los consultan, porque el resto no sabe navegar por ella, entonces queda claro que sus conocimientos de las nuevas tecnologías quedan reducidos al “tuenti”, los videojuegos y algunas funciones de su teléfono móvil. Mal que les pese a los mitólogos de la educación lo cierto es que la gran mayoría de los profesores están bastante más preparados para las nuevas tecnologías que sus alumnos.
Por último, la razón pedagógica mantiene la idea de que los profesores españoles tienen demasiados conocimientos científicos y muy pocos pedagógicos. Afortunadamente, diría yo. Es comprensible que todo el mundo tiene que buscarse las lentejas y que desde determinadas instancias se mantenga que no tiene sentido que un profesor estudie una carrera durante cinco años y realice un curso de tan sólo dos meses de pedagogía. Cuando uno realiza un curso de éstos –todos los hemos hecho y algunos de bastante más de dos meses- se da cuenta de que en dos días ya le han contado todo lo que le tenían que contar, así que todavía le sobran un mes y veintiocho días.
La perversión de la razón pedagógica consiste en que un profesor no tiene que conocer su materia, sino saber pedagogía. Como ya se ha dicho, los últimos informes PISA sitúan a los alumnos españoles entre los más ignorantes de los países desarrollados. Cualquier persona sensata se daría cuenta de que para solucionar esta situación lo que se debería hacer en enseñarles más. Pues bien, nuestros catedráticos de Pedagogía han decidido que la solución es enseñar menos. Consideran que el problema de la Educación radica en que los profesores saben mucho de su materia pero no saben enseñarla –no saben pedagogía-. De tal forma que llegan a la conclusión de que, para que los alumnos sepan más, los profesores deben de saber menos, o lo que es lo mismo, que para enseñar matemáticas no es necesario saber matemáticas, sino pedagogía. Cuando las Facultades de Matemáticas tienen que implantar un curso cero de Cálculo porque los alumnos que han aprobado el Bachillerato y la PAU apenas saben sumar, el problema, claro está, es de los catedráticos de Matemáticas, que saben demasiadas Matemáticas.
Y es que ahora de lo que se trata no es de aprender una materia, sino de “aprender a aprender”. Este es uno de esos principios de intervención pedagógica que no se entiende, sobre todo porque va en contra de la lógica del lenguaje. No se puede aprender a aprender, entre otras cosas porque si hay que aprender a aprender es que no se sabe aprender, con lo cual tampoco se sabrá aprender a aprender. Si uno aprende a aprender, a su vez debería “aprender a aprender a aprender” y así hasta el infinito. En cualquier caso, en algún momento de su vida, si quiere tener algún conocimiento, debería utilizar su metaaprendizaje en aprender alguna materia. Y entonces es cuando descubre que no sabe nada y, lo que es peor, que no tiene herramientas para llegar a saberlo.
Que la escuela española necesita un cambio es evidente. Tampoco se dice nada nuevo con eso. Y debe ser un cambio a nivel de estructuras y no tan sólo de lenguaje. Llamar “panel de aprendizaje vertical” a la pizarra de toda la vida o “segmento de ocio” al tan deseado recreo no es cambiar nada, es más bien confundirlo todo. En todo caso el cambio no puede venir pilotado por quienes han terminado de estropear el sistema educativo ni fundamentarse en unos principios cuyo fracaso ha quedado demostrado. Un buen pedagogo es aquél que es capaz de enseñar a sus alumnos todo lo que sabe, y sobre todo es capaz de conseguir que se interesen por el conocimiento. Sólo él llegará a formar ciudadanos libres, porque –como sabían muy bien los ilustrados de los que la razón pedagógica se declara heredera- el conocimiento es libertad. Una pedagogía que aboga por la eliminación de éste en aras de un supuesto “desarrollo integral del estudiante”, que fundamenta su ciencia en una tergiversación del discurso hasta vaciarlo de sentido y convertirlo en incomprensible, lo único que persigue es la idiotización del individuo, su esclavización, que no sea más que un muñeco en manos del poder. Y esta es una idea antigua, muy antigua.

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