viernes, 8 de mayo de 2009

Aznar, la crisis y el Eterno Retorno de los mismos

El señor Aznar ha vuelto a regalarnos con una de las perlas a las que nos tiene acostumbrados y, haciendo gala de su saber universal, ha afirmado sin que se le ruborice ni un solo pelo del bigote que la culpa de la crisis no la tiene el mercado, sino el Estado. Para empezar no queda muy claro a qué Estado se refiere, ya que al ser la crisis global el culpable debería ser un Estado global, a no ser que esté hablando del Estado español y entonces, o bien confunde Estado con gobierno, o bien se culpa a sí mismo como parte del Estado. En todo caso hay algunas cosas que convendría aclarar al ex-mandatario y a todos los que, como el presidente de la CEOE, piensan como él.
Esta crisis tiene dos características fundamentales: es una crisis financiera y es una crisis estructural. Estas dos características permiten pensar, por un lado, que volverá a repetirse tarde o temprano, como de forma cíclica ha venido haciéndolo desde principios del siglo XX y, por otro, que sus raíces últimas no están en el Estado, sino en los propios mecanismos de funcionamiento del mercado. Por eso, si no se cambian esos mecanismos, inevitablemente asistiremos al eterno retorno de la crisis. Aclaremos estos conceptos
La crisis es financiera y no industrial porque no se produce por un problema de producción. No existe una acumulación de stocks que hunda el precio de las mercancías ni tampoco se da un desarrollo incontrolado de las fuerzas productivas. La crisis tiene lugar por un cortocircuito en el flujo de capital desde los que poseen el dinero, los bancos, hasta los que lo utilizan para el desarrollo industrial, las empresas, o los que consumen los productos que éstas ofrecen, los ciudadanos. Esta interrupción originaria se retroalimenta de una interrupción en sentido inverso, desde las empresas y los ciudadanos a los bancos, lo que provoca un bucle de difícil salida desde los parámetros del mercado. Se hace necesaria, así, la intervención del Estado.
Por otro lado, y esto es quizás lo más relevante, la crisis es estructural, y no coyuntural. No tiene lugar por un acontecimiento puntual, como puede ser la falta de liquidez de las entidades financieras derivada de los llamados “activos tóxicos”, sino que responde a contradicciones inherentes a la propia estructura del sistema. Actualmente el sistema económico se edifica sobre dos pilares: el consumo y el control de la inflación. Para que funcione hay que mantener el consumo y, a la vez, para que la inflación no se dispare, es necesaria la contención en los salarios. Así, la única manera de que el consumo se mantenga al ritmo que el sistema exige es el crédito, del que por su parte los bancos obtienen cuantiosos beneficios que reinvierten a su vez en la producción. Ahora bien, cuando este crédito aumenta tanto -por las necesidades del consumo- que el salario no puede cubrirlo –por la necesidad de controlar la inflación- entonces el sistema se desploma. Esto, y no otra cosa, es lo que ha ocurrido.
El mantenimiento de este sistema y la crisis subyacente –por inevitable- implican una perversión de la ley de la oferta y la demanda sobre la que teóricamente se sostiene. Ya no es la demanda la que determina la oferta, sino al contrario, la oferta la que produce la demanda. La necesidad de beneficios hace aumentar la oferta, la cual gracias a los instrumentos publicitarios acaba convirtiéndose en necesidad de los ciudadanos, provocando así un aumento de la demanda. De esta forma crece el consumo, el crédito y se prepara la crisis posterior. El problema, por tanto, está en la estructura. Es un problema del mercado y mientras no se produzcan cambios profundos en esa estructura las crisis se repetirán una y otra vez.
Y para terminar, atajar la crítica fácil que se le suele hacer a este tipo de planteamientos. Se dirá que un empresario tiene derecho a obtener el máximo beneficio, ya que al fin y al cabo se está jugando su dinero. Puede que sea cierto, pero en cualquier caso nadie le obliga a convertirse en empresario. Y desde el momento en que elige serlo tiene una función y una responsabilidad social que cumplir, algo que no ocurre con un trabajador quien, cumpliendo también una función social, no puede elegir no trabajar si no quiere morirse de hambre. Nadie obliga a nadie a ser médico, pero el que lo es porque así lo ha elegido asume una función social –curar enfermos- y no se dedica a la medicina sólo para ganar dinero o prestigio. Alguien así sería calificado de mal médico. Permítasenos entonces calificar a los empresarios que exponen este tipo de argumentos de malos empresarios.

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