viernes, 6 de marzo de 2009

Vivir en paz

Uno de los identificadores más reveladores del poder es su afán por acotar de forma progresiva el ámbito de la vida privada, su intento por controlar cada vez más esferas de la existencia de los individuos, reduciendo de forma paulatina el campo donde éstos pueden verse libres de los instrumentos de control. Siempre que exista una mayor o menor interferencia en la vida personal de cada uno podemos afirmar sin temor a equivocarnos que estamos ante una relación de poder, o al menos ante la intención de establecerla. Desde la institución escolar que indaga en las condiciones personales y familiares de los alumnos en aras de una supuesta mejora de las herramientas pedagógicas hasta la pareja que para demostrar su amor llama cada cinco minutos interesándose por la posición física de su media naranja, pasando por los gobiernos que se afanan en controlar la vida de sus ciudadanos escudándose en una protección paternalista de su salud –no fumes, no bebas- o cayendo directamente en una ilegítima intromisión moral –fumar es malo- o pretenden obtener los datos de los usuarios de las tarjetas telefónicas –por ejemplo- no está muy claro si para protegernos de los terroristas o de nosotros mismos. En cualquier caso en todas y cada una de estas situaciones nos hallamos ante relaciones de poder que pretenden un control exhaustivo de la vida de los demás.
Con todo, quizás las instituciones que más destaquen en la intromisión y el dirigismo de la vida privada sean las religiones. Desde que un niño nace en el seno de una familia cristiana, o musulmana o judía, ya se le considera como un niño cristiano o musulmán o judío, antes de que tenga conciencia para darse siquiera cuenta de que es una persona –y mucho menos para decidir libremente qué clase de persona quiere ser- y desde ese momento comienza el control sobre su vida. La religión le dirá lo que tiene que creer, lo que tiene que pensar , lo que tiene que hacer, qué está bien, qué está mal e incluso en qué debe ocupar su tiempo –aunque esto último también lo hacen los gobiernos de cualquier sigo, seamos honestos-. Esto no sería criticable en adultos responsables que libremente deciden adoptar una creencia religiosa, pero estamos hablando de niños a los que se les fuerza desde pequeños a profesar una religión y se les etiqueta con respecto a ésta. Pero ahí no queda la cosa, porque los adultos responsables que libremente han decidido no profesar ninguna religión también están bajo el punto de mira de éstas. Así, o bien se les amenaza con castigos absurdos como ir al Infierno si no se pliegan a la moral que se les pretende imponer o, lo que es aún más grave, se fuerza a los Estados para que sean ellos quienes impongan esa moral a todos los ciudadanos, para que sean las normas religiosas las que regulen la convivencia social, fundándose no se sabe muy bien en qué supuesta universalidad de dichas normas, porque si algo demuestra la Historia de la Cultura es que no hay nada más relativo que la religión.
Aunque lo anterior es aplicable a todas las religiones sin excepción, ha sido la Iglesia Católica la que más lejos ha llegado en esta intromisión en la vida privada de la gente, queriendo extender su control al acto más íntimo del ser humano: su propia muerte. Si de algo podemos estar seguros es de que vamos a morir y si en algo podemos demostrar la libertad que nos configura esencialmente como seres humanos, si hay algo que siempre estará bajo nuestro control y que nadie, absolutamente nadie, podrá arrebatarnos nunca es la decisión radicalmente libre de elegir cómo queremos morir -teniendo claro que esta libertad no puede extenderse, como es lógico, a la causalidad física y biológica que es la única que nos determina- . La Iglesia Católica no tiene ningún derecho a obligar a nadie a prolongar su vida –o más bien su agonía- en condiciones que difícilmente pueden ser catalogadas como tal vida, por la sencilla razón de que la vida de cada uno es de cada uno, no de Dios y mucho menos de su representante en la Tierra. Cada uno decide lo que hace con su vida y esto incluye terminarla cuándo lo considere oportuno. Y un estado no puede aliarse con la Iglesia o sencillamente dejarse manejar por ella porque en ese caso deja de ser un Estado civil y se convierte en un Estado religioso, rompiendo así el pacto social que, por definición, se establece con la sociedad civil y perdiendo de esta forma su legitimidad como Estado. Ni la Iglesia, ni el Estado, ni el vecino de enfrente tienen derecho a decirnos cómo debemos vivir nuestra vida porque la vida de cada cual es única y exclusivamente suya.

3 comentarios:

CarlosB dijo...

Soy ateo convencido. Estoy en contra de cualquier religión, de las que tienen ritos y de las que no. Estoy de acuerdo con que no puedo intervenir en la decisión de un hombre o mujer, con enfermedad terminal, que quiera poner fin a su existencia, pero si veo a una persona (joven o vieja) que está al borde del viaducto (madrid) y va a saltar porque ha decidido dejar de vivir, pues hombre, el cuerpo me pide que algo tengo que hacer: hablar con él, impedirlo, tenderle una mano... Es decir, las afirmaciones no deben ser tan generales ni categóricas, siempre existe el alabado "depende".

Espe dijo...

No creo que esté defendiento tal suicidio...
Todo sería mucho más fácil si funcionaramos por apóptosis como las células, con una muerte programada.
Pero tampoco hay que ponerse en la posición de países como China, que por un intento de suicidio en vez de a un psicólogo te llevan a la cárcel por dañar un bien del estado...

Emilio Garoz dijo...

Si una persona, joven o vieja, ha decidido libremente tirarse por el viaducto está en su perfecto derecho de hacerlo. Podrás intentar convencerla de que no lo haga, pero en ningún caso obligarla a no hacerlo. En última instancia la decisión siempre será suya. El "depende" nos lleva a un pensamiento débil del "sí pero no aunque tal vez" que no conduce a nada. Bueno sí, a la inactividad. Si no podemos afirmar nada porque todo "depende" entonces tampoco podemos actuar de ninguna forma. En todo caso existen efirmaciones, como las científicas, que son generales y universalmente válidas: no dependen de nada.