viernes, 11 de febrero de 2011

Pensiones y progresismo

 El Ministro de Trabajo afirmó hace unas semanas que retrasar la edad de jubilación y reformar las pensiones era una medida progresista. No sabemos si convenció a nadie con sus declaraciones excepto, eso sí, a los líderes sindicales que después de marear un poco la perdiz, e incluso amenazar con otra huelga general, no han dudado en volver a redil y firmar un pacto tan “progresista”, no vaya a ser que les quitaran el sitio en la foto. Lo que se ha firmado contiene medidas tan progresivas como el aumento de los años de cotización para poder cobrar una pensión –lo que reducirá proporcionalmente el importe de dicha paga- o esa cláusula de revisión que han metido de tapadillo según la cual cada cinco años se revisará el acuerdo tomando como referencia las condiciones económicas y sociales. Teniendo en cuenta que las condiciones económicas y sociales siempre van a ser malas para los intereses del mercado que nadie piense en jubilarse a los 67 años; mejor que se vayan haciendo a la idea de los 70 o los 75. En fin, que este progresismo viene a ser el mismo que hace unos meses reivindicaban en una reunión al más alto nivel prototipos de la moral ilustrada como Bill Clinton –el que bombardeó Belgrado-, Tony Blair –el amigo de Aznar que prestó su apoyo incondicional a la invasión de Irak- o Felipe González –que no hace mucho consideraba un error no haber ordenado el asesinato de la cúpula de ETA-.
 Es muy probable que un presidente de gobierno no pueda enfrentarse a los mercados y tenga que ejercer su función de acuerdo con los dictados de éstos. Pero una cosa es un gobierno –por muy progresista que sea- y otra unos sindicatos cuyos líderes no han tenido reparos en subirse al mismo carro. La responsabilidad de un sindicalista es, prioritariamente, con los trabajadores. Y si no sabe, no puede o no quiere hacerlo, lo que debe hacer es dimitir, pero no seguir engañando a la población con declaraciones altisonantes que, al final, se quedan finalmente en eso: en palabras que se lleva el viento.
 Hace poco un amigo empresario me decía que la economía es algo muy simple: se trata de una cuestión de ingresos y gastos. Si uno gasta más de lo que ingresa entonces tendrá problemas y esos problemas sólo se pueden solucionar de dos formas: o aumentando los ingresos o reduciendo los gastos. El gobierno español ha optado por la segunda opción, reducir los gastos, o al menos algunos de ellos. Habida cuenta de que los ingresos de un estado provienen principalmente de los impuestos –impuestos que debería ser progresivos, es decir, quien más tiene más paga- y los gastos redundan en beneficio de todos los ciudadanos –especialmente de los más débiles o más necesitados- las medidas del Gobierno pueden ser muy legítimas, eso nadie lo duda, pero no son nada progresistas. Lo progresista hubiera sido aumentar los ingresos combatiendo el fraude fiscal-se habla de cifras cercanas a los treinta y ocho mil millones de euros si se tomaran medidas eficaces en ese sentido- aumentado las cargas impositivas a las SICAV o recuperando el Impuesto sobre el Patrimonio.
 Esa famosa economía sostenible de la que tanto alardea el Gobierno al final resulta que lo único que trata de sostener es el sistema, ese sistema que ha provocado una bolsa de paro de más de cuatro millones de personas y que hace que suban los precios de los alimentos mientras disminuyen los salarios. Ese sistema en el que ya no se trabaja para vivir, ni siquiera para obtener un beneficio. Se trabaja para sostener el propio sistema cuya autoreproducción es ahora mismo el objetivo de la política. No es de extrañar entonces que cada vez haya que trabajar más años: la única función de la ciudadanía, como la del Estado, es sostener el sistema económico. Insisto, esto podrá ser muy legítimo, incluso lógico, pero lo que no es –por mucho que el señor Zapatero, sus Ministros y los líderes sindicales se empeñen en convencernos de lo contrario-, es progresista.

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