lunes, 22 de junio de 2015

Mi amo me manda



  La ventaja de ser un borrego es no tener que elegir. La ventaja de obedecer es no tener que pensar si lo que se elige es bueno o malo. La ventaja de contar con un referente moral absoluto es uno se ahorra el arduo proceso de decidir. De la misma forma que resulta muy conveniente en algunas ocasiones renunciar a ser un individuo para descargar la responsabilidad en la sociedad –y olvidarse que la sociedad no es más que una reunión de individuos- resulta también muy conveniente acudir a un referente moral que marque cuál deberá ser nuestro comportamiento en determinadas ocasiones. Se quita así uno de encima el engorroso problema de pensar, reflexionar, analizar e inclinarse por una opción. Mejor si nos lo dicen.

  Es sobre esta consideración de las ventajas de no tomar decisiones sobre la que se fundamentan todas las religiones. Desde el momento en que la curia de turno se autoproclama como intercesora de la divinidad ante los hombres e interpreta su voluntad, se convierte en la que decide lo que es bueno o malo, lo que hay que hacer o no hacer, pues es la voluntad del dios la que así lo ha decidido. El creyente no tiene más que seguir los dictados de la voluntad divina, acomodar su voluntad a la voluntad de dios –lo que en el fondo no es difícil, pues su propia voluntad comparte la esencia de la voluntad divina al haber sido creada por ella- y ceder así su capacidad de decisión a los portavoces de la divinidad. Con lo cual, de paso, se ahorran un esfuerzo. Las religiones, sobre todo el cristianismo –o especialmente el cristianismo- son al menos honestas en este aspecto. El creyente es una oveja y el conjunto de los creyentes es un rebaño que debe dejarse guiar por su pastor, que es el que sabe lo que le conviene a cada una de sus ovejas. Y las ovejas, los creyentes, aceptan alegremente esta situación, se autoconsideran ovejas de un rebaño y siguen las indicaciones de su pastor. 

  Sin embargo, la situación descrita no es propiedad exclusiva de la religión, sino que también se manifiesta a nivel social y, por tanto, a nivel político. Se postula así una noción absoluta de lo bueno, no como el objetivo metafísico último del comportamiento moral, sino como aquello que debemos hacer en nuestra vida cotidiana, en nuestras relaciones sociales, es decir, una noción de lo que es bueno como guía de acción que nos evita tener que elegir socialmente. Si el poder político marca el camino a seguir, decide lo que se debe exigir y esperar y hace crecer en los individuos la ilusión de pertenecer a un grupo superior de elegidos –lógicamente, en este caso, no autodenominado rebaño- en el cual todos siguen las mismas metas, la decisión individual queda abolida. Es más, queda incluso proscrita como peligrosa para la cohesión del grupo. Lo que debe primar son los ideales del grupo, no las ideas del individuo, que no debe tener otras que no sean las del grupo. Esto tampoco supone mayor problema para los miembros de ese grupo, a los que resulta más fácil seguir los ideales colectivos que fabricarse unos propios. Pensar supone no solo un esfuerzo, sino también una singularización, un destacarse, o desviarse del camino establecido, de tal manera que el aceptar el objetivo moral determinado por la élite política permite la identificación con los demás y evita el riesgo de ser considerado, o considerarse a uno mismo, diferente. Eso si, los ideales políticos determinados por los dirigentes serán defendidos por sus seguidores y partidarios como si fueran los suyos propios, que lo son, utilizando los mismos argumentos y las mismas consignas que el grupo dirigente ha desplegado para desarrollarlos. Habrá, pues, una apariencia de pensamiento, pero será el pensamiento de otro.

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