Hasta donde alcanza mi entendimiento la reina es una ciudadana española que tiene derecho a decir lo que quiera como cualquier otro ciudadano. Eso, hasta donde alcanza mi entendimiento. Claro, que también es posible que se me diga que la reina no es una ciudadana como otra cualquiera y es aquí donde empiezan los problemas. Porque si la reina no es una ciudadana cualquiera entonces es, o bien más que una ciudadana o bien menos. Malo si es menos, porque se le estaría negando un derecho fundamental, pero peor si es más porque entonces estaríamos admitiendo la existencia de seres humanos de primera y de segunda: los reyes, que no son como el común de los mortales y el resto del pueblo, retrotrayéndonos a las épocas más oscuras del absolutismo.
Es en este marco donde hay que encuadrar la polémica –o supuesta polémica- que se surgido con las opiniones que Doña Sofía de Borbón y Grecia ha vertido en un libro de entrevistas que ni siquiera ha escrito ella. Entiendo que una señora católica, apostólica y romana de 70 años y además reina, piense lo que piensa sobre el matrimonio gay, la eutanasia, el aborto y la enseñanza de la religión. Porque si pensara otra cosa no sería una señora católica, apostólica y romana de 70 años y además reina, a no ser que pretendamos tener una reina socialista. El problema pues, es mucho más profundo y tiene que ver con la concepción que aún se tiene en este país de la monarquía. La polémica surge cuando se establece una situación en la cual las palabras de una reina tienen un peso específico superior a lo que pueda decir cualquier otro ciudadano. Y esa situación es la que se propicia cuando se emiten por televisión programas –patéticos por otra parte, situados en el colmo del servilismo más rastrero- donde nos presentan a una persona que no parece una persona. Perfecta, sin tacha, sin defectos, casi como Dios. Y claro la palabra de Dios es palabra de Dios. No existiría discusión de ningún tipo si los habitantes de este país pensaran por sí mismos, si las palabras de la reina no les afectaran más que las del vecino del quinto, si no creyéramos, aún, que los reyes son seres superiores que llevan razón en todo lo que piensan y a los que hay que seguir en todo lo que digan o hagan. Pero la cuestión va más allá, porque cuando el presidente de la COGAM, o el presidente de Asociación para una Muerte Digna o la representante de las clínicas que practican abortos (legales, por otra parte, por si alguien aún no se ha enterado), critican, no las palabras de la reina, sino el hecho de que haya sido precisamente la reina quien las haya pronunciado, están cayendo en la misma actitud de considerar que, por el hecho de ser reina, aquéllas tienen una carga de razón superior a las de cualquier otro individuo. Y es lo mismo que piensan los políticos y los legisladores cuando apelan a un llamado “principio de neutralidad” aplicable a la monarquía según el cual sus miembros no pueden opinar sobre temas que puedan provocar tensión en la sociedad. Sólo provocan esa tensión si se parte del supuesto previo de que su palabra es ley. A mi lo que diga la reina me da lo mismo, porque soy lo suficientemente libre como para quitarle la razón, o pensar que está diciendo barbaridades. En todo caso para saber que es una persona como yo, que hace lo mismo que yo –exactamente lo mismo- y que puede opinar lo que quiera sin tener más o menos razón, igual que yo
Si los habitantes de este país pensaran por si mismos sabrían que lo que diga la reina en el fondo no importa nada, que da igual porque ni ella ni nadie tiene la razón absoluta. Eso, el pensar por uno mismo y no considerar a nadie superior por el hecho de ser rey –o sacerdote- tiene un nombre: se llama Ilustración y pasó por Europa allá por los siglos XVIII y XIX. Pero claro, aquí no nos enteramos porque estábamos demasiado ocupados echando a pedradas a los franceses que nos la traían. Y así nos va.
Y la próxima semana… hablaremos de Obama.
Es en este marco donde hay que encuadrar la polémica –o supuesta polémica- que se surgido con las opiniones que Doña Sofía de Borbón y Grecia ha vertido en un libro de entrevistas que ni siquiera ha escrito ella. Entiendo que una señora católica, apostólica y romana de 70 años y además reina, piense lo que piensa sobre el matrimonio gay, la eutanasia, el aborto y la enseñanza de la religión. Porque si pensara otra cosa no sería una señora católica, apostólica y romana de 70 años y además reina, a no ser que pretendamos tener una reina socialista. El problema pues, es mucho más profundo y tiene que ver con la concepción que aún se tiene en este país de la monarquía. La polémica surge cuando se establece una situación en la cual las palabras de una reina tienen un peso específico superior a lo que pueda decir cualquier otro ciudadano. Y esa situación es la que se propicia cuando se emiten por televisión programas –patéticos por otra parte, situados en el colmo del servilismo más rastrero- donde nos presentan a una persona que no parece una persona. Perfecta, sin tacha, sin defectos, casi como Dios. Y claro la palabra de Dios es palabra de Dios. No existiría discusión de ningún tipo si los habitantes de este país pensaran por sí mismos, si las palabras de la reina no les afectaran más que las del vecino del quinto, si no creyéramos, aún, que los reyes son seres superiores que llevan razón en todo lo que piensan y a los que hay que seguir en todo lo que digan o hagan. Pero la cuestión va más allá, porque cuando el presidente de la COGAM, o el presidente de Asociación para una Muerte Digna o la representante de las clínicas que practican abortos (legales, por otra parte, por si alguien aún no se ha enterado), critican, no las palabras de la reina, sino el hecho de que haya sido precisamente la reina quien las haya pronunciado, están cayendo en la misma actitud de considerar que, por el hecho de ser reina, aquéllas tienen una carga de razón superior a las de cualquier otro individuo. Y es lo mismo que piensan los políticos y los legisladores cuando apelan a un llamado “principio de neutralidad” aplicable a la monarquía según el cual sus miembros no pueden opinar sobre temas que puedan provocar tensión en la sociedad. Sólo provocan esa tensión si se parte del supuesto previo de que su palabra es ley. A mi lo que diga la reina me da lo mismo, porque soy lo suficientemente libre como para quitarle la razón, o pensar que está diciendo barbaridades. En todo caso para saber que es una persona como yo, que hace lo mismo que yo –exactamente lo mismo- y que puede opinar lo que quiera sin tener más o menos razón, igual que yo
Si los habitantes de este país pensaran por si mismos sabrían que lo que diga la reina en el fondo no importa nada, que da igual porque ni ella ni nadie tiene la razón absoluta. Eso, el pensar por uno mismo y no considerar a nadie superior por el hecho de ser rey –o sacerdote- tiene un nombre: se llama Ilustración y pasó por Europa allá por los siglos XVIII y XIX. Pero claro, aquí no nos enteramos porque estábamos demasiado ocupados echando a pedradas a los franceses que nos la traían. Y así nos va.
Y la próxima semana… hablaremos de Obama.
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