jueves, 26 de agosto de 2010

La política del disparate

 Hay cosas que sólo se pueden entender desde una política del disparate. Ya es difícil de comprender que en un Estado de Derecho, con una supuesta separación de poderes, sean los partidos políticos los que eligen –o más bien subastan- los puestos de los más altos órganos judiciales. Más difícil aún es intentar entender por qué en un país donde el primer artículo de su Constitución dice que el poder político reside en el pueblo representando por las Cortes, cualquier juez puede paralizar a su capricho una Ley emanada del Parlamento. Pero lo que cae ya dentro del absurdo es que un magistrado del Tribunal Constitucional pueda echar atrás una ley democrática fundamentándose no en argumentos jurídicos o en la posible inconstitucionalidad de dicha ley, sino en sus creencias religiosas.
 No hace falta mucha formación política para saber que un juez es un funcionario público, que tiene por lo tanto una obligación pública: la de decidir acerca de la legalidad de determinados actos y normas. Y, precisamente como funcionario público, que actúa dentro de su faceta pública, debe hacerlo ateniéndose exclusivamente a las normas y las leyes del Estado, aplicarlas e interpretarlas y sobre esa reflexión debe tomar sus decisiones: exclusivamente sobre esa reflexión y no sobre aspectos, como sus creencias religiosas, que afectan exclusivamente a su vida privada. Un juez que no sabe distinguir entre lo público y lo privado en el ejercicio de su función no sólo es un mal juez, sino que posiblemente esté cometiendo prevaricación, por muy devoto que sea en su práctica religiosa diaria. Y cuando un juez es un mal juez la única respuesta posible por parte del Estado es cesarle inmediatamente de sus funciones. Supongamos que yo, como profesor de Filosofía en la Enseñanza Pública, y por lo tanto como funcionario público, decidiera dar mis clases desde unas creencias comunistas o anarquistas y les dijera a mis alumnos que Tomás de Aquino era un imbécil que no sabía lo que decía y que los únicos autores que deben estudiar son Marx o Bakunin. Seguramente se me cesaría de forma fulminante –y con razón, por otra parte- por mucho que aludiera a mis creencias políticas. Eso si, en cuanto alguien alude a sus creencias religiosas todos el mundo se caga en los pantalones y empiezan las declaraciones sobre el respeto escrupuloso que hay que mantener hacia la religión de cada cuál. Y por qué me pregunto yo. Qué tiene de respetable una creencia religiosa que no lo tenga una idea política o un gusto musical, por ejemplo. Y no creo que a nadie se le pasara por la cabeza considerar capacitado a un juez que dictara sus sentencias basándose en su gusto por los Rolling Stones y no por los Beatles. Pues este caso es igual, lo quieran ver los prebostes de la nación o no.
 Hace mucho tiempo, en el siglo XVII, Baruch de Spinoza dejó escrito que un Estado que permite que la religión intervenga en el gobierno de los ciudadanos es un Estado condenado al fracaso. Que esto no lo acepten los obispos católicos, que incluyeron al bueno de Spinoza en el Índice de Libros Prohibidos y al que no quemaron porque no le pudieron coger –aunque sus colegas judíos ya se encargaron de excomulgarle- es normal. Pero que no lo entiendan los dirigentes supuestamente progresistas de un país supuestamente laico y aconfesional hace pensar dos cosas: o bien que son una panda de cobardes que no se atreven a enfrentarse con la jerarquía católica y sus poderosos negocios, o bien que no son progresistes ni laicos y que la Iglesia Católica sigue controalndo los resortes del poder en España. No se cuál de las dos cosas es peor.

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