jueves, 13 de febrero de 2020

La noticia


Las máquinas conectadas a su cuerpo hacía días que habían dejado de funcionar por falta de corriente eléctrica. El generador de emergencia apenas tenía potencia para mantener semiencendido y parpadeante el fluorescente del techo. El cadáver de la última enfermera que había ido a comprobar sus constantes  vitales yacía a un lado de la cama. Sus ojos clavados en el techo agotaban sus últimas horas de vida mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas descoloridas. Había estado tan cerca…
            Cuando tuvo la idea, unos meses antes, supo que de una u otra manera supondría un cambio en su vida y en la de todos los que le rodeaban. Desde que había terminado sus estudios de periodismo, hacía ya diez años, su carrera profesional se había limitado a cubrir noticias manidas y mil veces escuchadas, las noticias que todo el mundo cubría. El exceso de información y la velocidad de su difusión habían hecho que fuera casi imposible dar noticias originales. Noticias originales que en dos horas habían dejado de ser noticia sustituidas por otras y por otras. La época de las grandes exclusivas ya había pasado. Cuando cualquier hecho más o menos relevante llegaba a las rotativas ya había ido saltando entre redes sociales y teléfonos móviles. Ninguna noticia era ya noticia. Fue pensando en eso una noche de insomnio cuando cayó en la cuenta de que solo había una noticia en un mundo hiperinformado y de que quien diera esa noticia acabaría definitivamente con la profesión. Nunca nadie ningún periodista podría igualarlo.
            Una semana más tarde partió para África en busca de su noticia. Sus compañeros le preguntaron extrañados si había tenido conocimiento de algún golpe de estado próximo o de alguna revolución inminente, pero él se limitó a negar con la cabeza y sonreír, convencido como estaba de que nadie en la sede del periódico, ni en el mundo en general, estaba preparado para la noticia que iba a dar. Su viaje le llevó a las profundidades de la jungla centroafricana. Allí buscó durante unos días lo que había de ser su destino hasta que lo encontró. El grupo de primates, no podía decir exactamente si eran bonobos o chimpancés o cualquier otra especie parecida porque sus conocimientos de zoología no daban para tanto, al principio le rechazó, pero su cuerpo desnudo y la adaptación a sus costumbres hizo que, si bien no le adoptaran como un miembro de pleno derecho del grupo, al menos si soportaran su presencia. Vivió como uno de aquellos primates hasta que los primeros síntomas le hicieron saber que había encontrado lo que iba buscando. No le había engañado el virólogo al que, en una falsa entrevista, le había sonsacado cuál era la zona de África donde era más probable que los monos y los murciélagos incubaran virus todavía desconocidos para el ser humano.
            Los primeros a los que contagió la enfermedad fueron los pasajeros que viajaban con él en el avión que lo trajo de vuelta a España. La capacidad de contagio de aquel virus era mayor que la de cualquier otro del que se tuviera noticia. Un virus nuevo y desconocido, del que se ignoraba su procedencia  que tenía una tasa de mortalidad del ciento por ciento. Los esfuerzos de todas las organizaciones médicas nacionales e internacionales por detenerlo resultaron vanos. Pronto los mismos médicos murieron y ya no quedó nadie que pudiera buscar una cura. El virus parecía fortalecerse con cada nueva víctima y todos comprendieron que ya no había nada qué hacer.
            Mientras agonizaba en la cama del hospital se dio cuenta de que todo, al fin y al cabo, había sido en vano. Tenía su noticia, la gran noticia, la única noticia que cabía dar: la noticia del apocalipsis que él tan metódicamente había preparado. Pero no quedaba nadie para escucharla.

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