viernes, 5 de septiembre de 2008

Catástrofes e irracionalidad

La reciente catástrofe aérea de Barajas ha permitido comprobar una serie de comportamientos irracionales que siempre se repiten, de una u otra forma, en las mismas circunstancias. La primera de estas conductas irracionales es el pánico a volar. Está demostrado que después de un accidente aéreo el miedo a coger un avión aumenta en proporciones cercanas al 40%. Sin embargo, si tenemos en cuenta que en 25 años en España tan sólo se han producido 154 víctimas en accidentes de avión y lo dividimos por el número de vuelos que han despegado, no ya de los aeropuertos españoles, sino únicamente del de Barajas en estos años, nos daremos cuenta que el riesgo de morir en un accidente aéreo es insignificante. De hecho basta comprar los 154 muertos del avión de Spanair con los cerca de 400 que se han producido en las carreteras este verano para ver que el avión sigue siendo el medio de transporte más seguro.
En segundo lugar están aquellos que exigen a toda costa responsabilidades, como si el término “accidente” no estuviera en el diccionario. No es que yo diga que no haya algún responsable en este caso que nos ocupa, lo que digo es que los accidentes ocurren y por definición son impredecibles. Cabe la posibilidad de que no haya ningún responsable y eso es lo que la gran mayoría de gente se niega a admitir.
En tercer lugar ocurre un curioso fenómeno con las víctimas de estas catástrofes: el localismo de los muertos. Ya no se trata de que éstas sean seres humanos, ni siquiera españoles o alemanes, ni tan siquiera madrileños o canarios. No, cada muerto es de su pueblo, como si su pueblo fuera una entidad política autónoma. Y todos los habitantes del pueblo se visten de luto, acuden en masa a manifestaciones y funerales, homenajes que se celebran por personas que no conocían de nada y que si hubieran muerto de un triste infarto nadie se hubiera preocupado por ellos. Sin contar con la costumbre estúpida que se ha puesto de moda últimamente de aplaudir a los cadáveres, cosa que no entenderé jamás Y no sólo eso. El morbo animado por los medios de comunicación en estos casos, con despliegue de cámaras en los lugares de origen de las víctimas y entrevistas a pie de calle a sus familiares y convecinos hace que parezca que los habitantes del pueblo del fallecido se sientan orgullosos de su pueblo y de ellos mismos por que el muerto era de allí, era su vecino y les sirve como argumento para sentirse superiores a los del pueblo de al lado: en mi pueblo ha muerto una familia entera y en el vuestro nadie.
Y por último están las conductas relacionadas con la religión. Y así encontramos aquellos que piensan que todo ha ocurrido porque Dios lo ha querido así, o porque a los muertos les había llegado su hora –sin embargo, como hemos visto más arriba exigen responsabilidades, cuando deberían exigírselas a Dios-. Están los que piensan que se han salvado por un milagro, cuando en realidad lo han hecho porque las leyes físicas han determinado que justo su asiento cayera en un río y no se abrasaran. Están los que le dan gracias a Dios porque sus familiares se han recuperado en un hospital, en vez de darles las gracias a los médicos, que digo yo que algo habrán tenido que ver. También podemos encontrar a otro grupo de supervivientes o de familiares de supervivientes que afirman categóricamente que Dios existe, argumento que lleva en sí mismo su contrario, puesto que los familiares de los muertos afirmaran categóricamente que Dios no existe. Y por último está el comportamiento quizás más irracional de todos. El de aquellos que considerándose ateos aprovechan estas oportunidades para preguntar dónde está Dios y le acusan de haber permitido la desgracia. Dios no estaba allí -como no estaba en Auschwitz, señor Ratzinger- , y no ha permitido la desgracia, simplemente porque, como ellos deberían saber ya que se consideran no creyentes, simplemente no existe.

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