miércoles, 23 de marzo de 2011

Miedo

 Ya he comentado alguna vez lo útil que resulta el miedo para los intereses de aquellos que ocupan los puestos de poder en una sociedad, qué decir de una sociedad globalizada como la nuestra, donde el miedo también ha de ser también global. Estos días estamos asistiendo al resurgir de un pánico que ya creíamos olvidado desde los años cincuenta y sesenta del siglo pasado y que en teoría había pasado definitivamente a la historia con el final de la guerra fría: el pánico nuclear. Y la verdad es que si uno lo piensa fríamente, lo que se puede aprender de la crisis atómica japonesa es –además de que la central de Fukushima tiene seis reactores, como no paran de repetir continuamente los medios de comunicación- que esta central es tremendamente segura. Porque si después de un terremoto de nueve grados sobre diez que ha llegado a desplazar la isla cuatro metros y un tsunami con olas de más de diez metros de altura no ha quedado reducida a escombros y ha provocado una nube radioactiva que cubriera todo el planeta, y tan sólo se habla de unas pequeñas fugas en el ya famoso “reactor 2” es que hay que reconocer que estaba muy bien hecha.
 Lo más curioso del caso es que los primeros que han difundido el pánico han sido precisamente aquellos que ayer eran firmes defensores de la energía nuclear, véase Ángela Merkel, Nicolás Sarkozy (aunque en Europa el riesgo sísmico sea mínimo) o Barack Obama, que se han apresurado a abrir un debate sobre la seguridad de las centrales nucleares que no parece tener mucho sentido visto lo visto. Hubiera sido más oportuno abrirlo en 1986, a raíz del accidente en la central de Chernóbil, y no despachar el asunto achacándolo a la obsolescencia de dicha instalación, producto de la dejadez y la mala planificación de las autoridades soviéticas, y no ahora, cuando la central japonesa ha resistido a uno de los terremotos más devastadores que se recuerdan, pero cuya posibilidad de que se repita es mínima.
 Deberíamos de empezar a ser conscientes de que los líderes mundiales tienen muy claros sus objetivos y saben muy bien lo que dicen cuando abren la boca, aunque parezca que no. Así que cuando esos líderes están poniendo en tela de juicio la seguridad de la energía nuclear –algo que por supuesto ellos en ningún momento han tomado en consideración- lo que están pretendiendo es hacer nacer el miedo en la población. Una sociedad más que aterrorizada ante la posibilidad de un accidente atómico no va a poner trabas a que los estados inviertan millones en mejorar esa seguridad, millones de todos los contribuyentes que por supuesto van a ir a parar a los bolsillos de las empresas privadas que gestionan la energía que producen esas centrales. Lo mismo que van a aceptar sin rechistar que el erario público subvencione a esas mismas empresas privadas las investigaciones sobre energías alternativas, subvenciones estatales que harán que aquéllas aumenten su valor en bolsa y los consecuentes beneficios de sus directivos. Una población aterrorizada, igualmente, no levantará su voz ante la subida de las tarifas de la energía, siempre y cuando se le convenza de que esa subida tiene que ver con la necesaria seguridad de las centrales nucleares o con la necesidad de contar con otras fuentes de energía, más limpias, pero también más caras. En suma, una población aterrorizada por el pánico nuclear será una víctima fácil de lo que Naomi Klein ha denominado “capitalismo del desastre”. Y cuando dentro de unos meses todo este asunto se haya olvidado y Japón se haya recuperado –no olvidemos que, a pesar de todo, es un país rico- lo que quedará serán unas cuantas empresas del sector de la energía que habrán visto multiplicados sus beneficios y una población agradecida que verá como tiene que pagar el doble o el triple por la misma energía, y de la misma procedencia, que recibía antes de la alarma nuclear.
 Si hay algo que de verdad debería preocuparnos es el anuncio de que la situación en Japón podría agravar aún más la crisis económica. Y ya sabemos lo que esto significa: más paro, menos créditos y ganancias multimillonarias para las empresas encargadas de la reconstrucción de las zonas afectadas. Una oportunidad de oro, en suma, que nadie va a dejar escapar.

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