miércoles, 30 de marzo de 2011

En misa y repicando

 Vaya por delante que unos individuos que se desnudan en una Iglesia –o en cualquier otro lado- son una panda de descerebrados que lo que deberían de hacer es leer un poco, que no se han enterado de en qué consiste trasformar la sociedad, que no están haciendo ninguna revolución por mucho que ellos piensen que sí y se sientan muy orgullosos de ello, sino el ridículo, y que además están dando pie a que la jerarquía católica se haga más fuerte en sus paranoias interesadas sobre la supuesta persecución religiosa que sufren y tome cada vez más posiciones en los estamentos de poder.
 Vaya también por delante que una sociedad que se escandaliza porque una caterva de payasos como la anteriormente mencionada se desnude en una iglesia (o en cualquier otro sitio) en una sociedad pacata y reprimida, que no se diferencia mucho de la del siglo XIX, por muchos gobiernos progresistas que hayamos tenido. Aquí no se ha profanado nada (“profanar” es convertir algo en profano, lo que tampoco está tan mal) porque no existe nada sagrado, excepto la vida y la libertad de los individuos, que son sagrados en sí mismos y no porque los haya creado ningún ente ininteligible o porque algún obispo los haya rociado con agua bendita. La supuesta sacralidad de un edificio, o de una estatua o incluso de unas creencias no es más que un invento o una superstición religiosa que no tiene más finalidad que hacer pasar por eternas e inmutables, y por lo tanto intocables, estructuras sociales e instituciones que ya resultan anacrónicas.
 Todo este asunto de la profanación o no profanación de la capilla católica de la Universidad Complutense de Madrid para lo único que ha servido, como casi siempre, es para crear un falso debate y desviar el problema (por si no estaba ya bastante desviado: ahí ha estado la intervención de la señora Aguirre diciendo no se qué de qué hubiera pasado si hubieran profanado una mezquita, que no se entiende muy bien qué sentido tiene profanar una mezquita en un país católico). Si de lo que se trata es de permitir o no la existencia de edificios religiosos en la universidades públicas, no se por qué hay que quedarse ahí y no plantearse también el cierre de todos los templos, sean de la confesión que sean, de nuestras calles y plazas, que también son lugares públicos. Aquí la cuestión está en que cada uno puede creer lo que quiera y rezar al dios que mejor le convenga, incluso puede no creer en nada y no rezar a nadie. Así que no es por ahí por donde van los tiros.
 Hay otros debates mucho más urgentes y necesarios que no se abren. Para empezar, y ya que estamos en el campo de la laicidad de la educación, a todos esos que les preocupa tanto que existan capillas en las universidades debería preocuparles todavía más que aún figure en los currículos de enseñanza secundaria la asignatura de Religión (por no hablar de los crucifijos en las aulas), con una carga horaria superior a la Ética o a la Filosofía, por ejemplo, y que además sea, a lo que parece, indiscutible (es decir, sagrada). Porque esa si que es una situación irregular que tiene su origen en un concordato firmado entre el Vaticano y el régimen de Franco y que aquí nadie parece dispuesto a reparar. De la misma forma que cada uno puede creer lo que quiera, el que desee recibir una educación religiosa que lo haga en un recinto religioso, se sitúe éste donde se sitúe, pero no en un aula pública.
 Otro tema preocupante, que viene a colación del asunto que nos ocupa, y que sería necesario discutir es como es posible que en España, en pleno siglo XXI, todavía existan delitos como la blasfemia (yo he debido cometer unas cuantas en este escrito) o la profanación religiosa. A mí todavía me tendría que explicar alguien por qué hay que respetar las creencias religiosas y no la creencia en extraterrestres que nos abducen y experimentan con nosotros, por ejemplo, o en la Tetera Orbital de Russell, que en el fondo son creencias tan absurdas como las primeras. Y también me tendrían que explicar por qué la Iglesia parece protegida contra delitos que a todos nos parecen más evidentes que la blasfemia, como la pederastia o el blanqueo de capitales (esas pobres monjitas a las que les robaron un millón y medio de euros del armario).
 Por último, puestos a debatir, tampoco estaría de más hacerlo a cuenta del derecho que tienen los obispos a recomendar a la gente a quién tienen o no que votar. Seguro que si yo me pongo en la puerta de una iglesia a recomendar a los que pasan por allí que no entren se me echan encima con cilicios y crucifijos y me acusan de blasfemo, profanador y vaya usted a saber qué más. Pues eso, que a ver si nos centramos y no estamos en misa y repicando.

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