El reciente
fallecimiento del presidente de Venezuela Hugo César Chávez ha llenado los
medios de comentarios, tanto elogiosos como descalificantes, dependiendo de la línea
ideológica de quien los enunciara. Así, los medios de izquierda y, en general,
aquellos que se puede considerar de una manera laxa como sus militantes, se ha
situado en la línea de los comentarios elogiosos, mientras que los medios de la
derecha y, de alguna manera, también sus militantes –aunque de una manera menos
marcada que en la izquierda- se han situado en las posturas contrarias: las del
rechazo y el vituperio.
Yo me voy a permitir romper el molde
establecido y, considerándome una persona de izquierdas, voy, si no a vituperar,
si al menos a criticar el sistema establecido en Venezuela por el Comandante.
Parto del hecho, yo creo que innegable, de que lo que permite a Chávez acceder
al poder y mantenerlo es la corrupción generalizada de un sistema aparentemente
democrático pero vendido a los intereses de las grandes corporaciones petrolíferas.
A partir de aquí, el régimen que el comandante Chávez establece en Venezuela no
es un régimen socialista, ni nada que se le parezca. Ni siquiera es
bolivariano, al menos si por bolivariano se entiende seguidor del pensamiento
del Simón Bolívar, quién no dejaba de ser un ilustrado burgués como todos los
libertadores americanos, hijos, al fin y al cabo, de la Revolución Francesa. A
lo más que se me parece el ahora llamada “chavismo” es a lo que en su tiempo en
Argentina se llamó peronismo. Y no olvidemos que el peronismo coqueteó,
intelectual y físicamente, con el
fascismo.
¿Por qué el chavismo no tiene nada
que ver con el socialismo y, por lo tanto, no es un movimiento de izquierda?.
Y, sobre todo, ¿por qué si no es un movimiento de izquierda la izquierda
española lo ha adoptado como tal, lo ha considerado algo así como el verdadero
camino de la Revolución?. Comenzaré respondiendo a la segunda pregunta. La
reconversión del sistema capitalista en Estado del Bienestar después de la
Segunda Guerra Mundial y la subsiguiente –y consecuente- caída de la URSS, hizo
que la izquierda occidental perdiera el norte ideológico, tanto aquella que se
considera a sí misma revolucionaria, como la otra. Prueba de ello es que durante
los años setenta y ochenta los movimientos de izquierda europeos fijaran su
vista en los levantamientos populares latinoaméricanos o asiáticos, o tomaran como referente
grupos situados al margen del sistema –los espacios no capitalistas
marcusianos- como los homosexuales, los afroamericanos, las feministas o,
incluso, los hippies. No es de extrañar, entonces, que en los principios del
siglo XXI hayan vuelto sus ojos al más nuevo de estos fenómenos –el chavismo-
erigiéndole como guía espiritual y líder indiscutible de una Revolución siempre
aplazada. Y el caso es que –y paso a contestar a la primera cuestión- el
pensamiento político de Hugo Chávez ni es socialista ni, por su propia esencia,
puede serlo. Ni una sola de las empresas nacionalizadas por el gobierno de Hugo
Chávez se puso bajo el control de los trabajadores, que es lo que prescribe el
socialismo y en lo que consiste la redistribución de la riqueza, sino que
quedaron bajo la administración del Estado, o, lo que es lo mismo, del propio Chávez.
A cambio, repartió casas y asignaciones en metálico a los más desfavorecidos. Y
aquí entramos en la caracterización esencial del socialismo: el socialismo, o
es democrático, o no es nada. Al repartir las prebendas citadas, lo que
consigue el Estado es crear una masa de estómagos agradecidos, un voto esclavo,
un conjunto de individuos que no son ciudadanos, porque no son capaces de
pensar por sí mismos, no pueden decidir no votar a aquél que les ha beneficiado
y por lo tanto no son libres. Se ha dicho que Chávez escuchaba la voz del pueblo
o que hacía lo que el pueblo le mandaba. En realidad, como gran demagogo que
era, había sido capaz de convencer al pueblo de que lo que él quería era lo que
ellos querían, o de que lo que él pensaba era lo que ellos pensaban. De esta
forma, siguiendo sus propios criterios en apariencia seguía los criterios de la
nación. Así se construye el culto a la personalidad a cuyo paroxismo estamos
asistiendo estos días, pero no la democracia. Y, por último, no se entiende un socialismo
mezclado con supersticiones religiosas de todo tipo, en el cual se ha llegado a
comparar al presiente muerto con Jesucristo, incluso se ha insinuado que
influyó en el mismísimo Dios para que se eligiera un Papa sudamericano. Como he
dicho antes, lo podemos llamar fascismo de corte peronista –que, insisto, es a
lo que más se parece- o lo podemos llamar realismo mágico –que es en lo que se
ha convertido-, pero no socialismo.
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