miércoles, 6 de abril de 2011

Productividad

 No hace mucho, en una visita a España, la señora Merkel lanzó la revolucionaria idea de que los salarios no deben estar vinculados al IPC, sino a la productividad. Esta ocurrencia causó un revuelo extraordinario entre los oráculos financieros y empresariales, y fue considerada como el no va más de la innovación económica. No me extrañaría que alguien propusiese a la canciller alemana para el premio Nóbel de Economía, o algo parecido. Y el caso es que la idea no es precisamente nueva, al menos en España. Lo mismo dijo hace bastante más tiempo el señor Díaz-Ferrán, ex-presidente de la CEOE, cuando soltó aquello de que la única salida de la crisis era trabajar más y cobrar menos. Pero en fin, supongo que a la señora Merkel habrá que concederle más credibilidad que al señor Díaz-Ferrán, aunque sólo sea porque ella no ha arruinado unas cuantas empresas, no está inmersa en unas cuantas demandas y tampoco está imputada por unos cuantos delitos.
 La única manera de mantener el nivel adquisitivo de los ciudadanos que trabajan y cobran un salario es ligar éste con el IPC, es decir, que el primero aumente según el incremento del segundo. Alguien podrá pensar que mantener el nivel adquisitivo de la gran mayoría de la población es una cuestión baladí, y sin embargo es la única forma de sostener el consumo. Si la gente cobra unos salarios inferiores al precio de las mercancías no hay que ser Adam Smith para saber que no podrá comprarlas, lo que provocará el descenso del consumo, la subsiguiente caída de los precios –las mercancías se hacen para que las gente las compre, así que si nadie las compra necesariamente habrán de bajar su precio- lo que acabará provocando una deflación, las empresas tendrán que despedir trabajadores para mantener su margen de beneficio y al final todo el entramado económico se irá a hacer gárgaras. Yo no soy ningún gurú económico, pero creo que este proceso es bastante evidente, y si no que se lo pregunten a los casi cinco millones de parados que existen actualmente en nuestro país.
 Entonces aparece la palabra mágica: “productividad”. Me reconocerán que ya resulta aburrido oír hablar a unos y a otros de productividad, y al final lo único que nos queda claro es que no tenemos nada claro en qué consiste la dichosa productividad. Yo, que, insisto, no soy ningún mago de la economía, entiendo que la productividad es la relación entre el precio de un producto y los costes que supone producirlo. Es decir, que la productividad no consiste solamente en producir más, sino en producir más con mayor beneficio, que es lo que determina esa relación. Desde esta perspectiva la productividad puede aumentar de dos maneras. Una es subiendo los precios. Pero aquí entra en juego otra palabra mágica de la economía actual: la “competitividad”. Si se aumentan los precios de un producto, y éste ha de competir en el mercado con otros productos más baratos, entonces se perderá competitividad, y la productividad al final se verá reducida. Se puede pensar que una forma de evitar este pequeño inconveniente es aumentar la calidad del producto, pero eso a la larga aumentaría los costes de producción, con lo que la relación precio-costes se reduciría y la productividad se vería afectada.
 La otra forma de aumentar la productividad es reducir los costes de producción. Estos costes pueden reducirse a su vez de dos maneras. Una es, como ya se ha dejado ver, reducir la calidad de los productos, solución que ya ha quedado demostrado que no es la idónea. La otra es –bendita ciencia económica que siempre nos lleva al mismo sitio, con lo cual sus conclusiones han de ser necesariamente ciertas- reducir los salarios. Esto no es precisamente nuevo. Ya advirtió Marx que el sistema capitalista se sustentaba sobre la plusvalía que el empresario extraía de la fuerza de trabajo del productor. En definitiva, que la productividad se reduce –como dijo Díaz-Ferrán- a trabajar más y cobrar menos. Otras variantes pueden ser cobrar más y trabajar más, o cobrar menos y trabajar menos, pero la base de la ecuación es siempre la constante diazferraniana.
 Y una vez dicho esto surge la gran pregunta: ¿a quién le interesa la productividad?. Desde luego no a los trabajadores, quienes si quieren ver aumentado su salario en un 1%, por ejemplo, tendrán que producir (gastar fuerza de trabajo, trabajar) al menos un 2% más –si trabajaran un 1% más la productividad sería la misma-. Tampoco a un Estado que, como el español, ha renunciado a imponer (y recaudar) cargas fiscales a los beneficios empresariales. Así que a los únicos que les puede interesar la productividad es a los empresarios que verán proporcionalmente aumentados sus beneficios.
De donde resulta que Díaz-Ferrán lo único que hizo fue descubrir los arcanos de la productividad. Fue el primero que, sin querer, dijo que el emperador estaba desnudo.

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