jueves, 9 de septiembre de 2010

Fanatismo e idiotez

 Stephen Hawking afirma que no existen pruebas de la existencia de Dios y se organiza un revuelo sin precedentes en círculos intelectuales, políticos y mediáticos. Suerte ha tenido el buen hombre de decirlo en el siglo XXI y no en el XVII, donde le hubieran quemado inmediatamente con silla y todo. Que no existen pruebas de la existencia de Dios ya lo dijo hace casi un siglo Bertrand Russell, por ejemplo, y no hace falta ser un reputado científico para darse cuenta de ello: basta con mirar alrededor de vez en cuando. Afirmar que Dios no existe, por tanto, no es algo novedoso ni original. A poco que uno interrogue a su razón y recabe unas cuantas pruebas empíricas resulta algo evidente. Tan evidente, que hace mucho tiempo (desde Kant, en el siglo XVIII) que la Filosofía seria rehusó debatir este tema. El problema actual no radica entonces en la existencia o inexistencia de Dios, sino en lo que algunos hacen en su nombre.
 Para empezar Dios es tan sólo eso: un nombre. Un nombre, además, que no tiene significado, pues el significado de una palabra viene determinado por el objeto al que se refiere. En tanto en cuanto el nombre de Dios no tiene objeto, tampoco tiene significado. Quizás por eso cada uno le llama como le da la gana: Dios, Alá, Yahvé, Zeus, Krishna u Osiris. Que haya gente que entregue su vida a una entidad inexistente resulta bastante ridículo, pero bueno, también hay gente que cree en los fantasmas y en el fondo no hacen daño a nadie excepto a sí mismos. Pero que haya individuos (y muchos) que sean capaces de perder su humanidad por una palabra sin significado resulta no sólo absurdo, sino, como ha quedado demostrado a lo largo de la Historia, muy peligroso. La cuestión, por tanto, no estriba en Dios, sino en la religión. Un invento de unos cuantos espabilados –llámense estos Pablo de Tarso, Mahoma o Buda- que se la ofrecen a la masa ignorante como un consuelo para sus pobres vidas con el objetivo último de obtener un poder omnímodo y absoluto sobre ellas. Si históricamente ha existido un arma de destrucción masiva esa ha sido precisamente la religión. De hecho, todos los artefactos para destruir que ha inventado el ser humano se han utilizado siempre y en primer lugar en nombre de la religión.
 Viene esto a cuento de una noticia que acapara estos día las portadas de los medios de comunicación. La ocurrencia de un pastor integrista estadounidense de organizar, para el día once de septiembre, un “día de la quema del Corán”. Lo que llama la atención no es tanto las ideas estrambóticas de un pistolero racista de un condado perdido de Florida, no. Lo que llama la atención –y lleva a pensar que el mundo se ha vuelto definitivamente idiota- es el bombo que se le está dando a este individuo, que hasta la ONU ha tomado cartas en el asunto. Y es que si se mira todo este embollo fríamente se llega a la conclusión de que el único aspecto rechazable de la actitud de este tipejo –porque en realidad es el único aspecto en el que consiste la cuestión- es que se quemen libros, que es algo que no se debe de hacer sea cual sea el libro. Todo lo demás son fuegos de artificio, una farsa montada hace mucho tiempo con el nombre de “religión”, llevada a cabo por un señor que, según nos cuentan, no tiene más allá de cincuenta seguidores. El que quema el Corán es un imbécil, porque el Corán no significa nada. El que monta en cólera porque se queme el Corán es otro imbécil, porque está montando en cólera por nada. Los líderes religiosos son una pandilla de payasos (no hay más que ver como visten) de los que la mitad de ellos no sabe lo que dice y la otra mitad sólo busca llenarse el bolsillo. Y si el mundo se sacude por este asunto es que hemos llegado ya a la gran imbecilidad mundial. Porque ya es de imbéciles pelearse por una palabra pero mucho más lo es si además esa palabra no tienen sentido.

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